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Tribunas

La empresa participada, ausente en la economía

La empresa participada, ausente en la economíaPatxi Cascante

Mientras en EEUU y el norte de Europa avanza la propiedad compartida, en España sigue siendo una excepción. Ni el Estado, ni las universidades, ni la Iglesia parecen dispuestas a impulsar un modelo que podría humanizar la empresa y fortalecer el tejido productivo.

En el mundo anglosajón y en el norte de Europa, la participación de los trabajadores en la propiedad de las empresas es una realidad en expansión, respaldada por políticas públicas, incentivos financieros y un marco cultural que premia la corresponsabilidad. En España, en cambio, las empresas participadas siguen siendo casos aislados.

En Estados Unidos, los ESOPs (Employee Stock Ownership Plans) permiten que millones de empleados sean copropietarios de sus empresas. En el norte de Europa, la cogestión y las cooperativas modernas forman parte del tejido económico y social. Los resultados están ahí: empresas más estables, productivas e innovadoras, donde los trabajadores se sienten parte de un proyecto común.

La empresa participada por los trabajadores no es una utopía. Es una forma de entender la economía desde la corresponsabilidad: quienes trabajan en una empresa deberían participar también en su propiedad, sus decisiones y los frutos de su esfuerzo. No se trata de caridad ni de ideología, sino de eficiencia con sentido humano. Numerosos estudios muestran que las empresas participadas son más resilientes ante las crisis, retienen mejor el talento y tienen un compromiso social más sólido. Es, además, una escuela de democracia económica: enseña a compartir poder, información y responsabilidad. En una época marcada por la precariedad, la pérdida de sentido del trabajo y absentismo desbocado, este modelo ofrece una alternativa cultural y ética de enorme potencia.

España cuenta con ejemplos admirables como Mondragón, pero se carece de un ecosistema que favorezca su réplica. Sigue predominando una mentalidad jerárquica, donde el jefe manda y los demás trabajan, sin hábito de cooperación ni deliberación. En la educación en las escuelas y universidades no enseñan gestión democrática ni liderazgo participativo. Las leyes de cooperativas son dispares, complejas y poco adaptadas a los nuevos modelos de empresas. Por lo general los bancos desconfían de empresas con capital repartido y no existen fondos de capital orientados a este modelo de empresa. A nivel de las instituciones el emprendimiento se promueve desde el individualismo, no desde la corresponsabilidad.

El resultado es un país donde los trabajadores no escuchan que puedan ser propietarios, y los empresarios, cuando se jubilan o venden, no encuentran mecanismos para transferir su empresa a quienes la han hecho posible. Ignorar la empresa compartida en sus planes de empleo y desarrollo, así como el no promover la enseñanza en la participación ni gobernanza democrática.

Los sindicatos se centran en la defensa laboral, pero no en la cogestión. Y la Iglesia, que tanto podría hacer desde su Doctrina Social, guarda silencio ante una de las vías más eficaces para dignificar el trabajo y humanizar la economía. Si la Iglesia quiere ser relevante en el terreno social, debería implicarse en la creación de empresas donde se viva lo que predica: solidaridad, subsidiariedad y participación real. Podría impulsar escuelas de liderazgo cooperativo, fondos éticos para facilitar la transmisión de empresas a trabajadores o redes de economía fraterna que unan empresarios, empleados y comunidades locales. Pero, hasta ahora, apenas lo ha hecho.

España no necesita inventar nada. Basta con mirar lo que ya funciona fuera. Una Ley de Transmisión de Empresas a Trabajadores, como la Ley Hamon francesa, permitiría salvar miles de pymes que cierran por falta de relevo. Fondos de capital paciente, líneas ICO específicas o incentivos fiscales favorecerían la conversión de empresas en participadas. Y una educación cooperativa y humanista, apoyada por las universidades y la Iglesia, sembraría una nueva cultura del trabajo basada en el bien común.

La empresa participada no busca privilegios: busca reconocimiento y confianza. Es una vía moderna, ética y económicamente viable para afrontar los grandes retos de nuestro tiempo: el envejecimiento empresarial, la desigualdad y la pérdida de propósito en el trabajo. Si España quiere un tejido productivo más humano, resiliente y justo, debe dar valor a la propiedad compartida. Y si la Iglesia quiere contribuir de verdad a la humanización de la economía, debe volver a creer en el trabajo como vocación y comunidad. Porque no se trata solo de repartir beneficios, sino de compartir el propósito.

El autor es director gerente de Tesicnor