A pesar del tiempo transcurrido, casi noventa años, desde que el golpe de Estado perpetrado contra el régimen democrático republicano triunfó, querer saber sobre lo ocurrido desde entonces en este país no es azuzar la polémica ni la confrontación, sino, por ejemplo, la primera señal de respeto a quienes perdieron a sus familiares y a quienes, además, quedaron desplazados, proscritos y señalados como familiares de rojos. Ese es uno de los trabajos de los historiadores: esclarecer los hechos a través de las fuentes, para intentar ajustar el relato de lo ocurrido a la realidad. Por eso es necesario seguir investigando, preguntando y analizando sobre este tema. Por respeto a la Historia, y sobre todo en este caso para dar voz a las memorias silenciadas.
Es indudable que cada generación se cree destinada a rehacer el mundo, como señaló A. Camus. Él fue consciente muy pronto de que la suya no lo haría. Yo sé que la mía, tampoco. Pero quizás la nuestra, como la del autor del libro El hombre rebelde, tiene una tarea mayor, consistente en evitar que la memoria de los represaliados tras la sublevación, y la de sus familias, desaparezca. En un presente brumoso, donde el futuro al convertirse en pasado nos enseña que nada ocurre como estaba previsto, tan solo nos queda la voz de los muertos que nunca nos abandona y que además tiene la capacidad de transfigurarse sin fin. Sabemos, porque así está demostrado, que en este país durante más de doscientos años se ha vivido bajo la opresión de dictaduras o bajo regímenes pseudodemocráticos; sabemos que se ha vivido entre guerras y exilios, y alguna mínima revolución. Y ahora, ese pasado nos persigue mediante la reaparición de su retórica y simbolismo, con sus odios y envidias. Querer saber más es querer desmontar la mentira que sustentó ese poder y su legado.
También sabemos que la narrativa del franquismo fue inquisitorial. Su lectura nos revela su disposición para adoctrinar a favor de la fe y el patriotismo, de la obediencia al temor y la injusticia, del servilismo y el enchufismo. La finalidad y necesidad de ese discurso no era otra que justificar la masacre ejecutada por los vencedores contra quienes no pensaban y vivían dentro de ese orden que consideraban era el correcto. Para ello, ¿qué mejor que hacer creer que los familiares de los asesinados también eran culpables de lo ocurrido? En definitiva, justificar un régimen asentado sobre el autoritarismo, en el que la sociedad reprodujera un comportamiento sumiso e indiferente, alejado de la desobediencia y la tentación de la protesta.
Estos días se ha cumplido un año de la catástrofe provocada por la DANA en el levante del país. Oficialmente, doscientas veintinueve personas murieron en unos días trágicos cuyo recuerdo ha recibido, por más que quieran enmarañarlo, un trato irrespetuoso por parte de los responsables políticos. Durante este año, oír las voces de los familiares de los fallecidos nos ha afligido y entristecido, de la misma manera que la injusta desvergüenza de una sarta de mentiras continuadas por parte de algunos medios de comunicación nos ha indignado y horrorizado. En la voz de los familiares he reconocido los ecos de lo que padecieron los familiares de aquellas miles de personas asesinadas tras el golpe de Estado antes mencionado. Dicen que cierran los ojos y escuchan el sonido de los ruidos del agua corriendo desbocada por calles y ramblas. Agua que no llamaba a las puertas, sino que arremetía contra ellas. Cuando llueve, escuchan el sonido del miedo y de la muerte. Se me antoja un ruido semejante al del camión que se llevaba a los condenados a morir al alba. El sonido de un motor que se acercaba, las puertas que se abrían; voces que sentenciaban; herrajes que titilaban; ataduras que mordían; puertas que se cerraban. Veo la concordancia entre los dos miedos, la imposibilidad de olvidar ese sonido, las dudas, el silencio, el espanto, la impotencia, la soledad para siempre. La angustia por saber si habían detenido a otros familiares, a las amistades, a otros; si el agua se había llevado a los cercanos y a otros lejanos. La espera durante cuarenta años para rescatarlos de la tierra. A otros no. El rescate de unos cuerpos embarrados por el lodo que, como dijo una familiar, nacían de la irresponsabilidad primigenia de los inoperantes que no estuvieron a la altura. De los que se creyeron dioses. De los que hablan de emociones sin sentirlas.
En ambos casos, una disculpa por parte de los responsables hubiera estado bien, sin más. Pero ni eso. Un año después, casi noventa años después, se quitan la careta para justificarse, atacando y acusando. Por eso hay que demandar una justicia reparadora. Por su arrogancia y prepotencia. De ninguna manera se requiere el cheque de lo que dejaron de percibir, como algunos declaman; aunque bien mirado, ¿por qué no? Entonces otros lo robaron y ahora lo lucen sus familias. Pero no. Lo que se debe exigir es que se invierta en educación pública, para que esos recuerdos no se olviden. Se debe exigir que quienes se enriquecieron, por lo menos, tengan la dignidad de invertir en políticas sociales que nos igualen en derechos y deberes. Invertir para que todo el mundo tenga las mismas oportunidades. Por eso creo que los familiares de la DANA y los y las familiares de los asesinados, tenemos derecho a reclamar ese espacio porque eran ciudadanos y nosotras también lo somos. Aunque otros no lo crean así.
Un pueblo que desconoce su historia, sus orígenes, su cultura, es capaz de repetir los hechos y las acciones de encubrimiento para evitar responsabilidades. Como así ha ocurrido en la DANA. Entiendo que el relato histórico tenga altibajos, claroscuros. Pero no puede dar marcha atrás a la disculpa, ni arrebatar el conocimiento de lo que la gente conoce porque lo ha sufrido y padecido. Eso es imposible olvidar, y por eso hacen falta los detalles de todo lo que sucedió. Recordar a quienes renacieron o se rehicieron, pero que para quienes las cosas ya no serían nunca lo que fueron. Diría que eso es lo fundamental: el respeto. Y la manera más directa de llegar a él consiste en querer saber, en preguntar, investigar, estudiar, escuchar y relatar. Consiste, seguramente, en no engañarse a uno mismo, para no engañar a los demás.
Por mucho que lo intenten, los muertos no se van. No hay engaño en esa verdad. Los cuerpos aparecidos nos devuelven el recuerdo. Un recuerdo que se pega al barro que les ha cobijado, al campo donde han residido y resistido. Un barro desde donde reconstruir las memorias silenciadas.