La ocupación del Sáhara Occidental cumple ahora cincuenta años. Medio siglo desde que los Acuerdos de Madrid de 1975 permitieron la entrada del ejército marroquí y rompieron el proceso de descolonización que Naciones Unidas había establecido con claridad. Desde entonces, el territorio sigue siendo un enclave pendiente de autodeterminación. Y España, potencia administradora de iure, continúa esquivando la responsabilidad que le impone el Derecho Internacional. La historia no empezó con la carta enviada por Pedro Sánchez a Mohamed VI en marzo de 2022. Empezó en 1975, cuando el Estado español decidió abandonar el territorio sin concluir el referéndum que debía organizar y sin proteger a la población saharaui.
En los primeros años setenta, la ONU ya había fijado el camino. El Sáhara Occidental debía descolonizarse mediante una consulta libre, supervisada por la comunidad internacional. España lo aceptó y anunció el referéndum. El Frente Polisario, movimiento de liberación saharaui, había asumido el liderazgo político y militar. El proceso parecía encaminarse hacia una solución ordenada. Sin embargo, el final del régimen franquista y la presión creciente de Marruecos cambiaron esa trayectoria. En otoño de 1975, con Franco agonizando, Rabat lanzó la Marcha Verde y situó a España ante un dilema que la dictadura no quiso afrontar. El resultado fue la firma del Acuerdo Tripartito de Madrid, un documento sin validez jurídica internacional que cedía la administración del territorio a Marruecos y Mauritania, pero que no podía transferir la soberanía porque España no era su propietaria.
Naciones Unidas reaccionó con rapidez. En diciembre de 1975, la Asamblea General señaló que los Acuerdos de Madrid no modificaban la naturaleza jurídica del territorio y que España seguía siendo la potencia administradora. Pero en la práctica, la retirada española dejó el camino abierto a la ocupación militar marroquí, a los bombardeos sobre la población civil y al éxodo hacia Tinduf. Fue el inicio de una fractura histórica que nunca ha sido reparada. A partir de ese momento, España adoptó una política exterior basada en la ambigüedad. Aunque el Derecho Internacional obliga a completar la descolonización, los sucesivos gobiernos han actuado como si esa responsabilidad hubiera sido borrada por el paso del tiempo.
La justicia española lo ha recordado en varias ocasiones. En 2014, la Audiencia Nacional afirmó que España sigue siendo la potencia administradora del Sáhara Occidental. El Tribunal Supremo también lo ha señalado. Incluso el Ministerio de Asuntos Exteriores ha reconocido ese estatus en comunicaciones internas. Sin embargo, esa doctrina nunca se ha traducido en una posición diplomática coherente. Los gobiernos españoles, de distintos signos, han preferido priorizar la relación con Marruecos, convertida en un elemento central de la política exterior. La gestión migratoria, la cooperación en seguridad, la presión sobre Ceuta y Melilla, los acuerdos pesqueros o la lucha contra el terrorismo han generado una dependencia que Rabat ha explotado hábilmente. España, atrapada en esa dinámica, ha optado por mirar hacia otro lado.
El giro de Pedro Sánchez en 2022, apoyando la propuesta marroquí de autonomía, no rompe con esa tendencia. De hecho, la culmina. La carta enviada a Mohamed VI no inaugura una política nueva, sino que hace explícita una renuncia que lleva décadas en marcha. La diferencia es que, esta vez, el gesto se produjo en un contexto internacional muy visible, cuando la guerra de Ucrania, la competición energética y la tensión en el Magreb han convertido la política exterior en un asunto más sensible. Pero la raíz del problema no está en 2022. Está en 1975 y en la decisión de desligarse del proceso de descolonización sin cumplir las obligaciones que la ONU había impuesto.
Mientras tanto, la situación del Sáhara Occidental ha seguido deteriorándose. En los territorios ocupados, la población saharaui vive bajo un régimen de control político y policial que limita la libertad de expresión, impide las manifestaciones públicas y mantiene en prisión a activistas y periodistas. La colonización demográfica impulsada por Marruecos ha transformado las ciudades principales. La explotación de fosfatos, pesca y otros recursos naturales continúa pese a las sentencias del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, que exigen el consentimiento del pueblo saharaui para cualquier actividad económica en el territorio. Las organizaciones de derechos humanos denuncian torturas, desapariciones y procesos judiciales carentes de garantías.
En los campamentos de Tinduf, más de 170.000 saharauis sobreviven desde hace casi cinco décadas en condiciones extremas, dependiendo de una ayuda humanitaria que se ha reducido en los últimos años. A pesar de ello, han construido una estructura institucional propia y mantienen vivas sus reivindicaciones políticas. La República Árabe Saharaui Democrática, reconocida por decenas de países y miembro fundador de la Unión Africana, continúa siendo la expresión estatal del derecho a la autodeterminación. Desde 2020, además, la reanudación de la guerra de baja intensidad entre el Frente Polisario y Marruecos ha devuelto al conflicto una dimensión militar que la comunidad internacional ha tratado de minimizar.
La misión de la ONU en el territorio, la MINURSO, es un ejemplo de esa inercia. Creada en 1991 para organizar un referéndum que nunca se ha celebrado, es la única misión de paz de Naciones Unidas sin un mandato de derechos humanos. Su presencia ha servido para contener tensiones, pero no para resolver el conflicto. Mientras tanto, las grandes potencias han adaptado su estrategia a los intereses regionales. Estados Unidos ha mantenido una relación privilegiada con Marruecos, especialmente en materia militar. Francia continúa apoyando a Rabat en el Consejo de Seguridad. Y la Unión Europea ha cometido errores graves al firmar acuerdos comerciales que incluían recursos saharauis sin respetar la legalidad internacional.
En este contexto, la responsabilidad de España sigue siendo un elemento central. Como potencia administradora, España está obligada a defender el derecho a la autodeterminación del pueblo saharaui, a no legitimar la ocupación ni participar en actividades que la consoliden, y a impulsar una solución conforme a las resoluciones de Naciones Unidas. Nada de esto implica adoptar una postura hostil hacia Marruecos, sino simplemente cumplir con el marco jurídico internacional. Sin embargo, la política española continúa dividida entre la retórica y la prudencia diplomática. Las declaraciones oficiales hablan de “una solución mutuamente aceptable”, una fórmula que oculta la realidad: el único marco válido es el derecho a la autodeterminación.
Cincuenta años después, las consecuencias de los Acuerdos de Madrid siguen presentes. El pueblo saharaui continúa esperando el referéndum que se prometió en los años setenta. La ocupación marroquí se ha consolidado sobre el terreno, aunque carezca de reconocimiento internacional. Y España mantiene una relación ambivalente con un territorio cuya suerte definió en 1975 sin atender a su propia obligación legal. La historia no empezó con la carta de 2022, por mucho que se haya presentado como un punto de inflexión. Empezó con los Acuerdos de Madrid, con el abandono del territorio y con la renuncia a culminar un proceso de descolonización que todavía hoy sigue en suspenso.
Una política exterior que ignore ese origen solo puede conducir a nuevas contradicciones. La cuestión saharaui no es un asunto del pasado. Es un problema presente, político y jurídico, que afecta a la credibilidad internacional de España y a su compromiso con los principios que dice defender. Medio siglo después, la descolonización del Sáhara Occidental sigue pendiente. Y la potencia administradora sigue sin asumir las responsabilidades que le impone la historia.
Plataforma ‘No te olvides del Sáhara Occidental’