Prisa
Bien. Parece que el mundo muestra de nuevo su cara más hostil. Bien mirado siempre la mostró. Hacemos un aserto que opera en la distancia, como si el mundo fuera algo separado de nuestra vida o fuera, lo que es peor todavía, un instrumento del que servirse en nuestro alocado viaje hacia ninguna parte. La violencia nacida de la feroz concentración de poder se muestra ya sin disfraces, a cara descubierta, mostrando todo su arsenal de destrucción: una destrucción que ha de preservar a esos pocos que dirigen esa concentración con el empeño incontrolado de ser menos todavía. La violencia no solo opera en sus muestras más visibles –armamento nuclear y no nuclear– sino en el tejido de nuestra vida cotidiana, donde han entronizado la asfixia como método del horror.
Donde han eliminado cualquier clase de reacción, de protesta, de discusión o duda a una humanidad que apenas ya puede respirar. En nuestra adocenada vida occidental se ha confinado a familias enteras en pírricas habitaciones por las que tienen que pagar un ojo de la cara. Su posibilidad de movilidad y de realización personal se ha eliminado. Se ha esfumado por las turbias alcantarillas de la especulación criminal. Toda especulación es criminal por esencia. Nuestros jóvenes, preparados y tristes, no tienen la más mínima opción de futuro, no la tienen de presente, la clase trabajadora ha desaparecido diluida en la quimera digital y el oprobio. En la pobreza material y en el desahucio espiritual. No se puede esperar clase alguna de disposición creativa o de reclamo de quien apenas puede respirar, de quien se está asfixiando en las garras letales de la concentración de bienes y de poder. También del poder de las emociones, de la espiritualidad o del arte. Quizá una mínima parte de ese arte atesore un átomo de conciencia, pero está también en su ocaso.
Nos han inoculado la prisa como vehículo infalible de descalabro. Corremos agitados por ilusiones que son ilusas desde el principio, que nos venden en una cascada incesante de propaganda a través de todos los medios de difusión que están diseñados, construidos y colocados en nosotros de un modo sibilino, forzado e inapelable. Nos han convencido de sus bondades y no nos han dicho que ese será nuestro fin. No tenemos tiempo para vivir, como si nuestra única finalidad no fuera esa: vivir acorde con nuestra naturaleza individual, con el libre ejercicio de nuestro albedrío, inmersos en la belleza, en la ética, en el placer y sus dones, en la plena naturaleza y en el desarrollo de nuestros sentidos. En la proyección trascendente de nuestra única condición.
Corremos a trompicones por las escaleras del metro, por las calles inundadas de otros hombres que también son nosotros, azotados por las deudas que nos han colocado de por vida, por objetivos obtusos y demenciales, por logros fugaces que solo crean insatisfacción. Padecemos ansiedad crónica, depresión, inseguridad, incertidumbre. Ignoramos, al fin, quiénes somos y qué hacemos aquí. La prisa es una falacia demasiado dañina. Calma, quietud, reflexión y lucha. La lucha propia. La vida propia es lo que reclamo.