No corren en España buenos tiempos para la Justicia y, sobre todo, para la percepción sobre la imparcialidad de los órganos judiciales. Se suele afirmar que, tan importante como su imparcialidad (“falta de designio anticipado o de prevención en favor o en contra de alguien o algo, que permite juzgar o proceder con rectitud”), es la apariencia de imparcialidad. Apariencia de no estar a favor o en contra de ninguna de las partes en un procedimiento judicial.

A tenor de lo que se viene publicando en los medios, parece que una parte de los políticos y de la opinión pública piensa que el Gobierno trata de manejar a su conveniencia el Poder Judicial. Para otra parte de los políticos y de la opinión pública, es la oposición la que maneja a su antojo (controla “desde detrás”, según célebre frase de un ilustre senador) a ciertos órganos judiciales. A raíz de un reciente proceso y de una polémica sentencia penal, una parte de la población considera que el exfiscal general, siguiendo órdenes directas de la Moncloa, trató de utilizar la Justicia contra un rival político, mientras que otra parte de la población está convencida de que algunos magistrados del Tribunal Supremo han dictado una condena injusta de motivaciones políticas para destruir a un oponente.

Con todo ello, la confianza ciudadana en la Justicia, en la imparcialidad de sus servidores, se encuentra bajo mínimos. Cunde la impresión de que, más importante que los hechos y las leyes, es la composición de los tribunales. De que tengan mayoría los jueces calificados como conservadores o progresistas dependerá una decisión perfectamente anticipable. Es general la percepción de que el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) se ha convertido en una reunión, o campo de batalla, de comisarios políticos conservadores o progresistas que actúan en nombre de las asociaciones ¿profesionales? o partidos que les han colocado allí.

Pues bien, para superar esa situación me voy a permitir formular una modesta proposición que asegure, cuando menos, la apariencia de imparcialidad de los jueces y magistrados que pueden disponer de nuestras vidas y haciendas. El nombramiento de miembros del CGPJ y de los magistrados que integran los principales órganos judiciales (Tribunal Supremo, Audiencia Nacional, Tribunales Superiores de Justicia) debiera hacerse mediante el mismo procedimiento, seguro, aséptico, intachable, que utilizamos para formar otros órganos igualmente esenciales de nuestro maltrecho Estado de Derecho.

El Tribunal del Jurado, institución para la participación de los ciudadanos en la Administración de Justicia, se compone de nueve jurados elegidos por sorteo. Por un triple sorteo. Uno que se realiza bienalmente por las delegaciones provinciales de la Oficina del Censo Electoral para constituir una lista de candidatos. Otro sorteo que se celebra trimestralmente en la Audiencia Provincial competente, sobre la lista de la provincia, para seleccionar a 36 candidatos a jurados por cada causa penal. De entre ellos, se eliminan los que incurran en motivos legales para ello o sean recusados por las partes. Y un tercer sorteo, al inicio del juicio, entre los candidatos para seleccionar a los nueve jurados y dos suplentes que constituirán el Tribunal del Jurado.

Tan importantes como los jurados, y no menos importante su imparcialidad, son los miembros de las mesas electorales, que también elegimos por sorteo. Lo hacen los ayuntamientos, una vez convocadas elecciones, sobre las listas del censo electoral. Se designan tres miembros, presidente y dos vocales, más sus suplentes, entre los electores que sepan leer y escribir y sean menores de setenta años de cada sección electoral. El sistema electoral español está considerado uno de los más confiables del mundo, y buena parte de la garantía reside en que el recuento de cada mesa no lo hace un funcionario o una persona designada por autoridades políticas, como en otros países, sino unos vecinos designados al azar y que actúan a la vista de los demás vecinos.

Pienso que sería muy adecuado designar a los 21 miembros del CGPJ por sorteo entre las personas que reúnan las condiciones legalmente exigidas. Los doce vocales judiciales, por sorteo entre los jueces y magistrados en activo; los ocho vocales no judiciales, por sorteo entre abogados, fiscales, abogados del Estado, catedráticos, que cumplan el requisito constitucional de quince años de ejercicio de su profesión. El presidente, entre los magistrados que cumplan con los requisitos de categoría y antigüedad correspondientes. Y lo mismo o similar con los miembros de los más altos órganos judiciales.

El sorteo, la pura aleatoriedad, garantizaría a lo largo del tiempo un adecuado reparto entre conservadores, progresistas y mediopensionistas, entre hombres y mujeres, entre mesetarios y periféricos, entre merengues y culés, entre cebollistas y sincebollistas. Y, sobre todo, garantizaría que los designados no deben nada a nadie, no vienen de parte de nadie. Podríamos recobrar la confianza en la imparcialidad o, cuando menos, en la apariencia de imparcialidad de la Justicia.