No serían más de las seis cuando cogí la villavesa en la avenida de Barañáin, línea 4, dirección este. Empezaba a oscurecer. Había dejado atrás el silencio abacial de la Biblioteca General y volvía a casa. Un festival de conversaciones, risas y cháchara de móviles anegaba el interior del autobús, conducido por una joven de porte templado, ajena a la algarabía que se batía a su espalda, la de una barahúnda que iba al centro con el ánimo de zambullirse en el espíritu de la Navidad, lo que quiera que eso fuera.

Nos detuvimos en Irunlarrea, zona hospitalaria. Nadie bajó, pero varios usuarios, algunos pertrechados con mascarillas, subieron y no tardaron en incorporarse al jolgorio ambulante que cruzaba la geografía urbana de un cabo al otro. Tras una parada en la rotonda de hospitales, el vehículo articulado giró para embocar Pío XII hasta detenerse frente a la Clínica Universitaria. Entre el marasmo de los que entraban y los que salían, tuve la suerte de pillar un asiento en ventanilla. Ya con la noche encima, el autobús se deslizó por una jungla eléctrica tachonada de bisutería navideña, de los trallazos blancos y rojos del tráfico, del parpadeo hipnótico de los semáforos, los escaparates acharolados y los destellos azul cobalto de una ambulancia que se abría paso con el estrépito de su sirena en dirección a Urgencias. “Bright lights, big city”, decía el blues perezoso de Jimmy Reed. Luces brillantes, gran ciudad.

Si tuviera que hacer una autopsia del momento y el lugar, diría que el interior del autobús reproducía el ecosistema de esta época. Una señora seguía con interés antropológico la cháchara ininteligible de dos mujeres magrebíes, encartuchadas en sendos hijab, mientras la niña que las acompaña trasteaba la pantalla de su tableta. A mi lado, un latinoamericano, con atuendo de una compañía de telefonía, acusaba en su rostro el cansancio de una jornada interminable. En el pasillo del autobús, una panda de chicas, quizá estudiantes de Medicina o de Enfermería, se enfrascaba en un parloteo incesante, mientras una mujer de ébano, una subsahariana envuelta en una llamativa vestimenta irisada, intentaba aplacar con arrumacos la llantina del bebé que iba en el cochecito. Del resto del pasaje, despuntaba la algarabía difusa de eso que llaman globalización.

Todos íbamos metidos en la villavesa, médicos, pacientes, jubilados, currantes, universitarios, buscavidas, migrantes, vernáculos y algún alienígena despistado. Todos subían al centro de la ciudad para ver las luces de la Navidad. Y todos, o eso cabía esperar, buscaban su preceptiva dosis de magia, profana y divina, artificial y espiritual, de la mano del Mesías, Santa Claus, Papá Noel, Olentzero, los Reyes Magos, Mitra, Apolo… el solsticio de invierno, el regreso del sol invicto y regenerador que poco a poco irá alargando los días.

Cuando la villavesa dobló en Navas de Tolosa, el tráfico comenzó a ralentizarse en mitad de una sinfonía de cláxones, acelerones y frenazos, de la que sólo se libraban los repartidores de comida rápida, proletarios del algoritmo subidos a monopatines con una mochila a cuestas. Dejamos atrás el costado oeste del paseo de Sarasate, para entrar en Yanguas y Miranda. Cerca del Parlamento, el termómetro luminoso marcaba 4º. Desde mi ventanilla veía correr el futuro, tan incierto como desafiante. Los paneles digitales del Corte Inglés lanzaban en bucle su retahíla comercial, al tiempo que el autobús entraba en la plaza de la Paz para encauzar Conde Oliveto, flanqueado por la vieja Estación de Autobuses con su icónica inscripción del año 1934 bajo el reloj, y la mole pálida y anodina de la Seguridad Social. A lo lejos se escuchaba la pitada rítmica de docenas de silbatos, seguramente alguna manifa que marchaba por la avenida de Zaragoza o la plaza de los Fueros. La villavesa volvió a detenerse, esta vez lo hizo junto al paso de cebra de la calle Tudela. Era mi parada.

Buena parte del pasaje nos bajamos allí para perdernos en todas direcciones. Cuando salí a la calle, el frío olía a asfalto y a castañas asadas. El vehículo no tardó en remprender la marcha corriente abajo, por Príncipe de Viana y Baja Navarra, hasta desaparecer entre la turbamulta del tráfico y de las luces led.