Conocí a Javier Miranda en la entrada de la asamblea de compromisarios de Osasuna celebrada a finales del verano de 1997. Gobernaba entonces el club Juan Luis Irigaray, que había accedido al cargo por la puerta de atrás tras contribuir al derribo de Javier Garro, que era quien le había sentado en la mesa de la directiva. Pese a la deriva en la que estaba sumida la institución, Irigaray se resistía a bajarse de la poltrona incluso después de haber sido reprobado por la masa social. Parecía cantado que más pronto que tarde habría que convocar elecciones y Miranda, con la vitalidad que exhibía en la barra del Palace, se plantó a la puerta de la asamblea para empezar a publicitar su próxima candidatura.

No corrían buenos tiempos para el osasunismo, que acababa de salvarse del descenso a Segunda B, pero Miranda estaba dispuesto a dar el paso de presidir el club desde el convencimiento de que sería capaz de reflotarlo, como había hecho con sus negocios hosteleros: a base de trabajo.

Las previsiones se cumplieron y en enero de 1998 se convocaron las elecciones. Pedro Pegenaute, ya con carné de UPN y alto cargo del Gobierno de Miguel Sanz tras haber militado en Alianza Popular, Partido Demócrata Liberal y Unión de Centro Democrático, fue ampliamente derrotado por Miranda. Y ese fue el primer gran pecado del expresidente ahora fallecido: ni pertenecía al régimen político, ni tuvo la mínima tentación de doblegarse ante él. Salvando las distancias, su trayectoria tiene cierto paralelismo con la de Uxue Barkos. Lo hiciera bien, regular o mal, iba a tener enfrente a muchos de los poderes fácticos de esta Comunidad. La desgracia para ellos es que a Miranda las cosas le fueron bien. En apenas dos años sentó las bases para el ascenso a Primera e incluso tuvo tiempo de iniciar la modernización del club desde una apuesta firme por la cantera. Amplió las instalaciones de Tajonar, trasladó las oficinas a El Sadar, abrió los bares del estadio, creó la Fundación, el Defensor del Socio, etc. Fueron solo cuatro años los que estuvo al frente del club antes de irse por la puerta grande y cerrar un brillante ciclo deportivo con un par de entrenadores: el mítico Martín y el no siempre lo suficientemente reconocido Lotina, capataz del ascenso y de las dos sucesivas permanencias con una plantilla low cost. Antes de decidir su marcha, incluso tuvo tiempo de iniciar los primeros contactos con Javier Aguirre y de poner en bandeja su fichaje a Patxi Izco, su sucesor en el cargo.

El adiós de Miranda puso entonces en evidencia que la gestión de un club como Osasuna requiere de una exigencia máxima, difícil de compatibilizar para alguien que vivía de su trabajo detrás de una barra desde las ocho de la mañana, mientras no se le asigne un sueldo. Un cargo que en las últimas décadas solo han desempeñado personas jubiladas o bajo sospecha de meter la mano en el cajón. Como Miranda no reunía ninguna de estas dos condiciones, optó por irse voluntariamente dejando el listón muy alto.