Lo confieso: echaré de menos esta Segunda División. Después de dos temporadas de fracasos y frustraciones, Osasuna ha encontrado en esta categoría, plagada de exprimeras históricos y de partidos cargados de vieja rivalidad, el mejor marco para reencontrarse a sí mismo y recuperar la fe ciega de su afición (que nunca la ha perdido pero estaba en hibernación?). El equipo de Arrasate ha tenido esa vitalidad que engancha, una capacidad de cambiar de cara en quince minutos y una autoridad incontestable como local. Ha sido un Osasuna capaz de emocionar y, al mismo tiempo, ir rompiendo marcas añejas. Frente a la mortificación padecida en la fugaz estancia en Primera, este curso ha permitido deleitarse con un largo liderato, de una posición de privilegio defendida semana a semana, de los elogios que han enterrado las críticas. También del protagonismo de la cantera. Encontré un sentimiento similar leyendo a Ander Izagirre en Mi abuela y diez más. Recordando el paso más reciente de la Real Sociedad por Segunda (2007-2010), escribe: “(...)en algún momento pensé que preferiría seguir con la Real en Segunda, si a cambio pudiéramos existir como un club decente; es decir, sin deudas monstruosas (...) sin convertir el maldito fútbol en el centro de las preocupaciones sociales. (...) si montásemos un equipo con veinte chavales de casa que pululara tranquilamente por la Segunda División y que alguna vez, oh, nos diera el alegrón de subir a Primera por unos años (...) no me importaría tanto que la Real estuviera en Segunda”. El ascenso es la oportunidad para seguir creciendo: para robustecer la filosofía del club, para no dejar que el dinero arruine los principios (y a las personas), para competir y decidir con limpieza. Para ser siempre, por encima de las categorías del fútbol, Osasuna.