Peleó la noticia hasta el último suspiro. La nota necrológica sobre su muerte la adelantó en primicia su página web, navarrasport. No podía ser de otra forma: nunca le gustó que le pisaran una exclusiva. Se despidió como vivió, siempre al pie del último acontecimiento, buscando anticiparse a los colegas, demostrando que era periodista veinticuatro horas al día. Porque Jesús Riaño no se jubiló nunca; tras terminar su etapa en Diario de Navarra encontró un refugio a su medida en las nuevas tecnologías y ahí siguió al pie del cañón, multiplicándose para tener informada a su legión de seguidores. Yo creo que Jesús no podía vivir sin estar presente en partidos y ruedas de prensa, haciéndose oír con su elevado tono de voz, al tiempo que aprovechaba para soltar alguna puyita.

Riaño era competencia cuando los periodistas rivalizábamos casi de forma encarnizada por ser los primeros en publicar una noticia; pero era también buen compañero, siempre dispuesto a echarte una mano. Recuerdo el alboroto que organizó en un mostrador de Iberia para meterme en un vuelo a Sevilla que decían estaba completo; o pasando por teléfono mi información sobre el partido de Osasuna un día que un ordenador antediluviano me dejó tirado avanzada la noche. También sus interminables discusiones con el desaparecido Pedro Lanas: eran tal para cual. Y lo que disfrutamos los dos viendo el 0-4 al Real Madrid.

Jesús fue parte del paisaje osasunista durante lustros. Pasaban directivas, entrenadores y futbolistas y él seguía ahí, con la autoridad suficiente para gritarle a Pedro Zabalza, cuando el reloj cruzaba el mediodía, que tenía que terminar ya el entrenamiento porque a la una debía estar en el Monas (bar Monasterio) con sus amigos comiendo un negro (calamar). Nadie ha dejado escritas más crónicas de Osasuna, con aquellos latiguillos tan suyos a la hora de valorar a los jugadores como “trabajó horrores” o “cumplió con el trabajo encomendado”. Sus puntuaciones eran la comidilla de la plantilla los lunes; de hecho al centrocampista Sorondo sus compañeros le llamaban Sorondoo porque casi siempre le ponía un cero.

Riaño era sonoro y atufante: la vieja cabina de El Sadar donde nos amontonábamos los periodistas estaba impregnada del humo de sus puros. Además del fútbol, siguió de cerca el ciclismo, fiel durante años a la Vuelta al País Vasco cuyas etapas observaba desde un taxi que le servía también como redacción ambulante.

Con la muerte de Jesús Riaño desaparece otro periodista de la vieja escuela, de lapiz y libreta, de agenda y fuentes, de estar machacando teléfonos constantemente. De los que mueren con las botas puestas.