EN 1929, los corrillos y las tertulias pamplonesas habían comentado profusamente el resultado del concurso para la erección de un nuevo teatro en Pamplona, el actual Gayarre, que había sido ganado por el arquitecto Javier Yárnoz Larrosa. También se hablaría del encargo realizado al escultor roncalés Fructuoso Orduna, que debería construir un monumento al general José Sanjurjo, el conocido conspirador y militar golpista, que moriría tan solo siete años después en un misterioso accidente aéreo. En corrillos muy exclusivos tampoco faltarían comentarios sotto voce sobre el alboroto protagonizado en San Fermín por el escritor norteamericano Ernest Hemingway, a quien se había visto persiguiendo a dos señoritas por su hotel, vestido solamente con unos calzoncillos. El incidente casi había provocado su expulsión del establecimiento, y había escandalizado a los pamploneses más bienquistos y respetables. Así era la Pamplona de entonces, conspiradora e irredenta pero al mismo tiempo mojigata y santurrona. La vieja historia de la misica y la putica, ya saben.

La imagen muestra a un escuadrón de gastadores del Regimiento de Caballería Almansa, dispuestos a encabezar la el traslado de la Dolorosa. Posan ante la iglesia de San Lorenzo, parte de cuya fachada asoma por la derecha, con una multitud que se ha congregado para asistir al inicio de la procesión. Detrás puede verse la plaza de las Recoletas, con la fachada del convento al fondo y la fuente piramidal en su centro.

HOY EN DÍA, la zona se presenta prácticamente igual que hace 83 años, con la fachada de San Lorenzo a la derecha y la plaza de las Recoletas (o de los Ajos) detrás, semioculta por el espléndido arbolado. Tan solo el mobiliario urbano y el pavimento parecen haber experimentado cambios perceptibles.

El traslado de la imagen de la Virgen Dolorosa sigue abriendo los actos de la Semana Santa de Pamplona, aunque ya no hay escuadras de gastadores, y la opresiva presencia militar en la vida cotidiana de la capital ha cesado casi por completo. Un viejo dicho pamplonés aseguraba que era imposible ver la plaza del castillo sin que se divisaran un perro, un cura y un militar. Es posible que se tratase de una exageración, pero lo que sí les puedo asegurar, a la luz de las fotografías antiguas de Pamplona, es que había muchas más posibilidades de fotografiar militares que curas o perros deambulando por sus calles. Y es que la casta militar de los siglos XIX y XX tenía en Pamplona dos cualidades muy destacadas: su abundancia y su ociosidad. En cuanto a la moral de las élites biempensantes de la capital, parecen haber encontrado hoy la manera de conjugar una superficial pátina de impecable moralina, rancia, carca e inamoviblemente puritana, con la realización de los más fabulosos negocios, incluyendo chanchullos, pasteleos, dietas ocultas, blanqueo de dinero y los más variados y chuscos privilegios. Marca de la casa, oiga.