¡Me quiero jubilar! se lee en un bocadillo pegado en el escaparate de la joyería Pérez Alfaro, ubicada en la Bajada de Javier de Pamplona.

“Los clientes me dicen que la calle se va a quedar sin luz, pero lo tengo muy claro, quiero descansar y disfrutar de la vida. Bajaré la persiana en silencio y adiós”, adelanta Juan José Alfaro, que lleva 42 años trabajando en la joyería familiar. 

Juan José procede de una familia con gran tradición joyera. En 1939, sus tíos Jesús y María, naturales de Caparroso, se trasladaron a Pamplona y aprendieron el oficio en la Plaza del Castillo. “Tenían muy buenas manos y se montaron un taller en casa, donde fabricaban sus propias joyas”, relata.

A principio de de los 50, sus tíos fueron un paso más allá, inauguraron la joyería Pérez Alfaro en la Bajada de Javier y comenzaron a vender los artículos de oro y plata que confeccionaban en la coqueta bajera.

Los inicios fueron todo un éxito: “Siempre tenían mucho jaleo. Había cuatro personas contratadas y casi no daban a basto”, recuerda Juan José, que desde crío pululaba por la joyería.

Vivía en Calderería, a la vuelta de la esquina, así que a la tarde me acercaba. Había tanto barullo que vigilaba la tienda, recogía artículos, los colocaba en el escaparate...”, enumera.

Juan José cada vez ayudaba más y cuando regresó de la mili, en 1982, comenzó a trabajar en la tienda. “Se aprovecharon de que era administrativo y me pusieron a hacer las cuentas”, bromea. 

Juan José también vendía casa por casa vales que, si coincidían con las últimas tres cifras del boleto premiado en el sorteo de la ONCE de los jueves, se canjeaban por artículos de la joyería de hasta 1.000 pesetas o 100 euros.

“Teníamos un listado de clientes que nos compraban cupones todas las semanas. Al principio, valían cinco pesetas y al final, un euro”, explica Juan José, que mantuvo esta tradición hasta hace tres años.

Los afortunados intercambiaban los vales y el resto los acumulaban hasta que les diera para adquirir alguna pequeña joya.

El negocio nunca ha estado enfocado a las grandes marcas. No hemos vendido artículos de 100.000 euros. Todo lo contrario. Con los cupones, queríamos que la gente llana, el pueblo, se pudiera dar un capricho en una comunión, en Navidad, en el día de la madre y el padre...”, comenta. 

En el escaparate de la joyería, de los pocos curvados que quedan en la ciudad, reposan relojes antiguos, pendientes, pulseras, collares, sortijas, gargantillas, cadenas – con San Fermín, un pañuelico rojo, lauburus, arrano beltzas, eguzkilores, el escudado de Navarra o el mapa de Euskal Herria– y medallas de todos los santos que uno se pueda imaginar: San Francisco Javier, San Antonio, San Judas, Lourdes, San Nicolás, San Pancracio, Santa Lucía, Santa Rita... “Tengo el santoral entero, hasta el único santo con gafas, Josemaría Escrivá de Balaguer”, se ríe. 

Juan José vendió “de todo” hasta la década de los 2000, cuando proliferaron las grandes superficies y las plataformas on line. “Vendo un reloj y me entran 50 para achicar que los han comprado por internet. Hasta luego, Mari Carmen”, apunta.

También le perjudicó la peatonalización del Casco Viejo porque “desaparecieron los clientes de los pueblos. Había gente que venía desde Falces o Sangüesa porque dejaban el coche en la puerta de la joyería. Estas personas compran ahora en las grandes superficies porque prefieren aparcan gratis en el centro comercial que pagar la zona azul o el parking de la Plaza del Castillo. La peatonalización ha sido lo peor que le ha ocurrido al pequeño comercio”, lamenta.

Aún así, el negocio familiar ha capeado el temporal hasta sus últimos días porque “la tienda tiene mucho nombre” y por la clientela de toda la vida, que nunca les ha dejado tirados. “Hemos sobrevivido gracias a la gente que ha conocido la joyería desde los inicios, que se acuerda del comercio local y que sigue comprando algún artículo, aunque sea una medalla”, halaga. 

Juan José se ha ganado esta fidelidad a pulso porque en los últimos 42 años ha permitido a la gente comprobar in situ la calidad del artículo que adquirían. “En el mundo de la joyería, si no sabes, te venden gato por libre. Siempre he tenido una máxima, ser honesto, no mentir y demostrar a los clientes que no les estaba engañando”, defiende.

Por ejemplo, Juan José nunca se ha negado a corroborar los quilates de las piezas de oro que vende. “Tengo a mano una piedra por donde se pasa el artículo y se queda el oro. Según los quilates, se vierte un ácido u otro. Si el oro desaparece, significa que es de menos calidad y que lleva más aleaciones. Si te estoy vendiendo oro de 18 quilates ves con tus propios ojos que es oro de 18 quilates”, insiste. 

La joyería también dispone de un comprobador de piedras preciosas –con una escala del 1 al 8–porque muchos clientes no saben distinguir entre un diamante o una circonita. “Ven que la piedra brilla y ya está. La circonita no es ni un uno y el diamante llega al ocho. La gente siempre ha confiado en la casa, es lo más bonito”, finaliza.