EL idioma castellano, que nació durante la Reconquista, está lleno de frases que reflejan la experiencia y los contenidos ideológicos de aquel largo enfrentamiento, de causas múltiples y complejas, entre islamismo y cristianismo. Y la mejor de todas esas frases es la que da título a este artículo, en la que se revive la abundancia de tardíos caballeros que, enrolados en la contienda para adquirir títulos y fama, se quedaban rezagados hasta que la batalla estaba decidida. Y entonces, sólo entonces, espoleaban su caballo y, con su armadura brillante y su penacho al viento, se dejaban ver en el campo pisando cadáveres y alanceando moribundos.

De esto me acordé yo durante el fin de semana, cuando la Unión Europea decidió que, si los ciudadanos libios derrocaban a Gadafi, llevaríamos allí nuestra flota, suspenderíamos la venta de armas al tirano, cerraríamos el espacio aéreo, bloquearíamos sus abundantes cuentas y negocios personales en todos los países de la UE, y dictaríamos una providencia del Tribunal Internacional para poner al dictador en busca y captura. Es decir, "¡a moro muerto, gran lanzada!".

Claro que, en el ínterin, nuestra especialidad fue la acrobacia diplomática, que tanto vale para un roto como para un descosido. El escenario A es que Gadafi resista, y en ese caso nuestra tradicional amistad con el Estado libio podrá mantenerse "Sicut erat in principio". Y el escenario B es que el pueblo libio triunfe, y en ese caso estaremos allí con nuestra tecnología militar de última generación para darle al tirano la última lanzada, y para vender una historia de defensa de la libertad y la democracia que a estas alturas se nos cae a pedazos.

"A moro muerto -decían los peones de las Navas de Tolosa- gran lanzada". Pero detrás de esa frase acuñada por la soldadesca no había sólo un ingenioso juego de palabras, sino el desprecio absoluto contra la cobardía que ni siquiera se soporta a sí misma, y que disfraza sus miedos y desvergüenzas a base de yelmo cerrado y lanzada al moribundo. Primero le vendimos armas al tirano, creyendo que sólo las iba a utilizar para practicar tiro al plato o para defenderse de una invasión procedente de Irán o de Corea del Norte. Pero cuando el acartonado dictador las desvió contra el pueblo -¿había alguna duda?- y ya estaba casi desahuciado, le embargamos el suministro que hizo posible la matanza. Cuando los cadáveres ya olían en Europa, y molestaban nuestro soberbio bienestar, también empezamos a estudiar el cierre del espacio aéreo y de las rutas portuarias. Y, cuando ya era evidente que habíamos tratado con un genocida sanguinario, condenamos en abstracto al régimen que se desintegraba en medio de la sangre y las deserciones, pero nadie se atrevió a pronunciar el nombre de Gadafi, ni a tildarlo de criminal, mientras su derrota no fuese segura. ¿Y los templados jueces que juzgaron a Milosevic? Pues quietiños, como decimos por aquí. Porque su valentía sólo alcanza -"a moro muerto gran lanzada"- a los dictadores ya derrocados, a los que no venden petróleo, y a los que no son -como los de Arabia o Bahréin- amigos de Occidente.

Mientras escribo estas líneas, lo confieso, tengo en mente la imagen de las ministras Chacón y Jiménez haciendo finos equilibrios sobre las masacres de Libia. Pero la culpa no es de ellas, que hacen realpolitik y cobran por ello, sino de los ciudadanos libres que seguimos creyendo que lo de Libia son cosas que pasan y no van con nosotros. Porque estas situaciones nunca llegarían al punto donde están si los demócratas avanzados y opulentos entendiésemos el alcance moral y práctico de nuestro compromiso con la libertad.