a idea de pedir el certificado de vacunación para entrar en los locales de ocio y hostelería es una ocurrencia que ha tenido éxito por doquier. Desde mañana lunes tendrá vigencia en Francia, tras la aprobación de una ley que ha pasado el filtro de su Consejo Constitucional. En Italia, lo mismo. En Estados Unidos, bastantes ciudades ya lo han planteado, Nueva York la primera, al mismo tiempo que empresas referenciales de aquel país lo exigirán a los empleados que quieran entrar a trabajar en oficinas. Y por aquí, varias comunidades autónomas han pergeñado su correspondiente normativa privativa. La peculiaridad de lo que ocurre en nuestro país, incomparable con cualquier otro lugar, consiste en que son los tribunales de justicia de cada territorio los que acaban imponiendo una decisión, y así tenemos que en Cantabria o Canarias se ha desautorizado y en Galicia avalado. Algunos jueces, ya se sabe, son los más listos del lugar, y aunque la mayoría no tienen ni idea de asuntos sanitarios reclaman su papel en la adopción de las estrategias de combate a la pandemia, señal inequívoca de la decrepitud del entramado institucional español.

Cuestiones legales al margen, lo de pedir el certificado de vacunación para poder entrar en un bar es, a día de hoy y a falta de comprobación empírica, una medida que sanitariamente no tiene demasiado interés. Está constando que un vacunado se puede contagiar e incluso infectar a otras personas, porque lo que la vacuna garantiza no es la esterilidad de las fosas nasales, sino que no se va a producir una evolución clínica grave. Por eso reduce enormemente la posibilidad de morir por la enfermedad y salva tantas vidas. Cuando uno se inocula el inmunizante lo que ocurre es que crea un ejército de anticuerpos dispuestos a combatir el virus si se produjera el contagio. No significa que éste no pueda aparecer, y de la misma manera que llega, se transmite. Incluso un vacunado puede tener una versión leve de la enfermedad, o acumular una importante carga viral. Hace poco se publicó un estudio sobre los contagios que se registraron en varios eventos musicales que se desarrollaron en Barcelona, a cuyos asistentes se les pidió un test para poder asistir. El patógeno se siguió extendiendo a pesar de las formalidades. En el caso de la hostelería, además, es bastante complicado poder asegurar que todos los que acuden a un local disponen del certificado vigente, porque habría que examinarlo a la entrada junto con un documento de identidad. Tener que pasar el trámite para tomarse una cerveza resulta excesivo, y garantiza que operará cualquier suerte de picaresca. Lo que nos lleva, una vez más, a un sitio que ya conocemos: no pongas en vigencia una norma que sabes que no se va a poder cumplir, no incentives el fraude, y no pienses que sólo con la publicación de una disposición oficial en el boletín solucionas un problema. Pero aunque su efecto sanitario no parece que vaya a ser relevante, sí hay una razón importante para que se pueda establecer la obligación de portar el certificado vacunal para acceder a determinados locales de uso público. Ponerse una vacuna es algo voluntario, y así debe seguir siendo. En nuestra cultura rige el principio bioético de autonomía del paciente, según el cual a nadie se le puede obligar a recibir un tratamiento, por mucho consenso científico que haya establecido que le puede beneficiar. La persona es quien decide, en el uso absoluto de su libertad, en esto y en todo lo que tenga que ver con cualquier intervención clínica que le afecte, lo que incluye también la prevención inmunitaria. Pero siendo la vacuna voluntaria, no es menos cierto que la sociedad tiene un interés legítimo en que todas las personas estén protegidas, porque eso constituye la mejor defensa colectiva frente a la epidemia. El equilibrio entre los derechos individuales -vacunarse o no- y los intereses colectivos -es bueno para todos que todos estemos vacunados- se ha de resolver de alguna manera. Y esa manera no es otra establecer un justo equilibrio entre derechos y obligaciones. Que se vacune el que quiera, pero el que no se vacune no puede creerse con iguales prerrogativas que el no inmunizado. La conjunción de los principios de libertad y responsabilidad, un binomio que cada día es menos reconocible.