n lo que alcanza la memoria, Juan Carlos I se ha comportado como un personaje carente de criterio moral. Billetes y bragueta. Su principal incentivo vital no ha sido cumplir con el honor de ser jefe de Estado vitalicio de uno de los principales países del mundo, sino la búsqueda del agasajo en forma de coimas y alcobas. Algunas crónicas antiguas ya atribuyen a Adolfo Suárez la frase de "voy a tener que pedirle que abdique" cuando constató sus precoces andanzas. De manera que este problema no se circunscribe a la época de Corinna, sino que es idiosincrásicamente biográfico en el señor. La cuestión, sin embargo, no es hasta qué punto se ha enriquecido o cuánto mandaba en su conducta el real prepucio. El daño profundo a España ha sido fruto de que las élites empresariales, económicas y periodísticas lo sabían casi todo, y se aceptó tácitamente como norma de conducta que era lícito operar de tal manera. Si el más alto se dedicaba al tráfico de influencias, en ocasiones lindante con la extorsión, y obtenía de cada llamada telefónica un rédito pecuniario, será que eso es lo que constituye norma para todos los demás. Capitalismo de amiguetes, capitalismo de cortesanos. Vale que Juan Carlos no se ha dedicado, técnicamente hablando, a esquilmar el presupuesto público -en ese campo, el PSOE de los ERES gana por goleada, 679.432.179,09 euros robados le contemplan-, pero el daño indirecto es mucho mayor que el monto de la mayor comisión. Buena parte de la estructura empresarial del país es el fruto de gestiones que hizo Campechano, porque a ver quién le negaba un favor. Para sí -colocar a su hija Cristina en La Caixa de Fainé, o al yerno Iñaki en la Telefónica de Alierta- o para otros, como se sabe hizo para personajes que acabaron condenados o en prisión, tales que los Albertos, Mario Conde o Manuel Prado. Consta un pacto entre los principales editores para salvaguardar, tras un impresentable silencio, eso que llamaban "el papel institucional de la Corona", mucho más allá de las tropelías del Borbón. Apenas algún jinete solitario -Jesús Cacho en "El negocio de la libertad", en el que contaba las comisiones del petróleo saudí, o José García Abad en "La soledad del rey"- se atrevieron a escribir algo. Cuando las cosas se pusieron difíciles, en una sociedad en la que manda más la conversación de las redes que el editorial de El País, Juan Carlos abdicó. Abdicó por corrupción, buscando algún tipo de impunidad. El autoexilio y el espectáculo bananero de este fin de semana son los coletazos postreros del siluro.

Sería un error quedarnos en la contemplación de los percebes que está chupando el emérito ahí junto a la ría. Entendamos mejor qué es lo que representa una familia real como la que tenemos en términos de fortalecimiento social y democrático. El actual rey, que sabrá mejor que nadie cómo se las gastaba su antecesor, ha decidido adoptar un papel apocado. No manda ni en su propia casa, no dice nada interesante nunca, mucho menos en la retahíla de tópicos del mensaje de Navidad. Nos ha contado que carece de patrimonio inmobiliario y que sus cuentas corrientes atesoran en total lo que un presidente de empresa del Ibex gana en un trimestre. Penitenciagite. La reina está ya completamente desfigurada por la cirugía estética. Se le atribuyen innumerables decisiones de las que están marcando el tono del reinado de su esposo: los discursos banales, su actitud con el resto de la familia, o llevar a la princesa Leonor a un colegio de Gales donde se despacha lo mejor de la ideología woke, porque España se merece tener una heredera verdaderamente progre. Un poco más allá, Froilán, cuarto en la línea de sucesión, se dedica a sus fiestas en Ibiza y a encararse con cualquiera, y obviamente no está terminando su tesis doctoral en Stanford. Su hermana ha decidido ser influencer y ahí la tenemos, de photocall en photocall. Lo del territorio Urdangarin casi es lo menos reprochable, porque con toda seguridad él y Cristina creyeron que podrían vivir pegando los mismos palos que sabían perpetraba Campechano. Una familia llamada por la historia a ser ejemplar, en los más notorios niveles de desestructuración. Todo es una comedia si no fuera una tragedia institucional y política. Aquí lo he dicho varias veces. La izquierda boquea con lo de la república, pero poco más. Lo que sigue sin entenderse es que en la derecha liberal, la que dice pugnar por la fortaleza del país, no haya quien llegue a la conclusión de que este asunto de la monarquía como depositaria de la jefatura del Estado hay que replantearlo definitivamente. Cuanto más tiempo pase, peor. l

No se entiende que nadie en la derecha liberal diga que este asunto de la monarquía hay que replantearlo definitivamente

Impresiona escuchar con qué desparpajo las señoras intercambian estrategias con el policía corrupto para destruir pruebas

Hay una incoherencia en el PP que basa su oposición en criticar al Gobierno por el pasado de sus socios cuando ellos son corruptos