El testimonio directo de la noche "mágica y violenta" en la que mataron a Germán: "Fue un acto de guerra"
El editor Jose Mari Esparza Zabalegi firma el prólogo del último libro sobre aquel 8 de julio de 1978, un ataque del Estado contra la disidencia republicana, rupturista y de izquierdas
Aquella tarde del 8 de julio yo no había acudido a los toros. Podría haberlo hecho porque entonces no éramos antitaurinos, nos gustaba correr el encierro y era encantador el ambiente de la corrida, donde lo menos importante era lo que ocurría en el ruedo. El tendido de las peñas, vital y reivindicativo, era el espejo de lo que vivía Euskal Herria aquellos años, aunque no llegaba todavía a lo que sería desde aquel aciago día en adelante. Aquella tarde, los sanfermines recibirían un rejón que marcaría su devenir durante las décadas posteriores.
Martín Villa: "Llevo diez años con la querella a vueltas, pero no he dejado de dormir ni un minuto"
Estábamos junto al Iruñazaharra cuando por la calle Estafeta irrumpió una marabunta de gente, seguida de un bombardeo indiscriminado de pelotazos y botes de humo. Detrás venía la policía española, cargando. La gente mayor o las madres con niños corrían a protegerse, pero los jóvenes se aprestaban a la defensa: estábamos acostumbrados y, con 26 años y una pegatina del Che Guevara en el pecho, uno no duda. En un amén se nos pasaron los leves efectos etílicos –todavía era de día– y sentimos la adrenalina del combate callejero. A falta de piedras comenzamos a reciclar botellas y cruzar coches. Se iniciaba una noche violenta y mágica.
Todo Euskal Herria estaba en la vieja Iruñea. Desde la muerte de Franco, las cuatro provincias seguían a la vanguardia de la lucha por la ruptura democrática. Un potente movimiento obrero y ciudadano respaldaba a las organizaciones revolucionarias y las acciones de ETA alteraban continuamente la agenda política y mediática. Todo era debatir sobre los fines a conseguir, los medios a emplear o si estaban dadas las condiciones objetivas para el gran cambio, porque las subjetivas estaban exuberantes.
Las maniobras del "Estado profundo" para separar Navarra de sus "hermanas vascongadas"
La represión policial y la tortura se cebaban principalmente en nuestro territorio. La matanza del mes de marzo de 1976 en Gasteiz, con cinco obreros asesinados, abrió un ciclo represivo del que los sanfermines fueron otro hito más. En tres años casi cincuenta vascos y vascas murieron a manos de la policía y grupos parapoliciales. Solo en mayo del año anterior, en las manifestaciones de la II Semana pro-amnistía, habían asesinado a siete personas, dos de ellas de Iruñea. Poco antes de sanfermines la policía mató en la capital vasca a dos gudaris de ETA, mientras era evidente cómo el Estado profundo maniobraba para la separación institucional del viejo Reino de sus hermanas vascongadas. Romper el jarrón vasco por su parte más sensible. “La violencia principal –decía aquellos días Telesforo Monzón– se está produciendo en Navarra”. Aquellos sanfermines, de presencia o de corazón, toda Euskal Herria estaba en sanfermines.
Las calles se fueron vaciando de guiris y de no beligerantes, porque los grises disparaban a bulto, sin distinciones. Pero había miles de mozos y mozas peleando, calle por calle, plaza por plaza. Los que habían estado en los toros contaban lo ocurrido a los que venían a la pelea desde las barracas, las txoznas, las sociedades, los barrios e incluso de los pueblos de alrededor.
Los grises disparaban "a bulto" y bataneaban espaldas a porrazos
Las sirenas de las ambulancias hacían sinfonía con los traqueteos de tiros y pelotazos. Vecinos solidarios abrían las puertas de las casas para permitir la entrada de los acorralados. El griterío desde ventanas y balcones indicaba dónde estaba el frente de batalla o por dónde venían las jaurías. Los porrazos caían a mansalva, bataneando las espaldas de blanco sanferminero.
En el cruce de las calles Comedias y Lindatxikia, en una hondonada que hace el pavimento, recuerdo amontonadas las pelotas de goma policiales, sin que la gente las cogiera ya. Al paso de las horas la txakurrada fue expulsada del casco viejo y replegada en el Primer Ensanche, en torno al Gobierno Civil. Estaban tan apurados que en su retirada no se entretuvieron en saquear los escaparates, tal como fueron fotografiados in fraganti, en Orereta.
Pasada la medianoche, la intención de los manifestantes era clara: asaltar el Gobierno Civil o, al menos, obligar a la policía a encerrarse tras sus muros o a abandonar el edificio. Algunos teníamos muy presentes los sucesos de septiembre de 1975, cuando en Lisboa los manifestantes habíamos arrasado la embajada española en protesta por los cinco fusilamientos anunciados por el régimen franquista. En Iruñea, aquella noche, ¿por qué no? Con los años, este pensamiento me pareció una locura juvenil, propio de la rabia de aquel momento, hasta que, muchos años después, un sesudo analista político me hizo la siguiente reflexión: “¿Qué hubiera pasado si, efectivamente, como en Lisboa tres años antes, se hubiera quemado el Gobierno Civil? ¿Y si el ejemplo hubiera prendido en las otras tres provincias y otros lugares del Estado? ¿Qué influencia hubiera tenido en el desarrollo de la Transición, y en el equilibrio entre reformistas y rupturistas? En aquellos días, todavía eran posibles muchas cosas. En la hemeroteca del ABC se puede leer que Franco llegó a plantearse la invasión de Portugal. ¿Cuál hubiera sido la reacción en Pamplona? Porque de los fachas españoles se puede esperar cualquier cosa”. Este tipo de cábalas siguen apareciendo cada vez que comentamos en qué fallamos en aquellos momentos cruciales en los que el franquismo se disfrazó de demócrata.
La reunión en el Gobierno Civil
La batalla en la Avenida Carlos III adquiría tonos trágicos, con coches cruzados, escaparates rotos y pequeños incendios. “No les tiréis las pelotas, que las vuelven a utilizar”, gritaba alguno. Empero, no vi a nadie dirigiendo aquellos ataques: pura rabia popular en ebullición. De pronto, miré hacia la izquierda y por la calle Paulino Caballero, paralela a la nuestra, vi un numeroso grupo de gente que avanzaba presurosa en dirección al Gobierno Civil. En el grupo variopinto creí distinguir algunas personas, dirigentes sindicales y políticos. Alguna lámpara se me encendió, dejé a mi gente y corrí tras el grupo. Alguno me dio cobertura y me dijo que iban a entrar al Gobierno Civil. Otros me miraron con cara de repulsa: “Esto es para representantes políticos”, me dijo un dirigente de ORT. “Yo represento a los que tiran piedras”, le contesté y seguí en el grupo.
Para entonces ya era patente la división en las fuerzas que más habían luchado contra el franquismo. Las gloriosas Comisiones Obreras de Navarra, bastión unitario del sindicalismo de clase, se habían partido tras el congreso de Barcelona; la ORT, el MCE y el PTE andaban creando sus propios sindicatos y el accionar armado de ETA iba apartando a algunos de la vía rupturista, como se reflejaría, dos meses más tarde, en la famosa “manifestación de las palomas” de Bilbo. Pero caminando hacia el Gobierno Civil todavía íbamos todos unidos. No recuerdo que hubiera ninguna mujer en el grupo. Cosas del pasado.
En lo que todavía se mantenía la unidad era en el reconocimiento de la territorialidad vasca, que nadie ponía en duda. Desde hacía un año la ikurriña ondeaba en numerosos ayuntamientos navarros, izada por los ayuntamientos todavía “franquistas”, sensibles a los cambios o forzados por la presión popular. Todos los partidos y sindicatos de izquierda se apellidaban “de Euskadi”, y la ikurriña adornaba las sedes del PSOE navarro, cuyos dirigentes (Urralburu, Arbeloa…) no dejaban de afirmar su voluntad de conseguir un estatuto para las cuatro provincias y el derecho de autodeterminación. Tras las primeras elecciones, los diputados navarros del PSOE cantaron el Gernikako Arbola en Gernika. Seguíamos sin fiarnos de ellos, pero entonces no podíamos ni imaginar la magnitud de la traición que pergeñaban.
"¡Son las últimas!", el grito desesperado de los guardias en el Gobierno Civil
Llegamos al Gobierno Civil por la parte de atrás. El interior era como un hormiguero hostigado con un palo: carreras, guardias subiendo y bajando, órdenes, gritos y una sensación general de angustia. Del sótano inferior subían unas cajas, no sabría decir si de botes de humo, pelotas o munición, mientras gritaban “¡Son las últimas! ¡Las últimas!” a los guardias que las esperaban. Subimos al primer piso, donde había un amplio salón solemnemente adornado. Alguien dijo que era “el Salón del Trono” y algo así debía ser porque en el centro de un lateral había un lujoso sillón doselado. Nos colocamos todos alrededor del salón, presididos por aquel trono vacío. La situación tenía algo de ridícula, pues la mayoría íbamos vestidos con ropa sanferminera, algo ajada por las horas y las carreras, metidos entre aquellas paredes principescas, mientras desde la calle llegaban los gritos y ruidos de disparos.
A los pocos minutos de ocupar el salón, por una puerta interior llegó el Gobernador Civil, Ignacio Llano. Nuestro enemigo. El mero mero. Se colocó en la misma entrada de la puerta, desde donde dominaba todo el corro, y con cara de circunstancias comenzó a departir con los presentes, sin previa presentación. Se le notaba cierta familiaridad con algunos de los miembros del grupo, mientras yo me preguntaba qué pintábamos allí; ignoraba que unas horas antes algunos dirigentes de la ORT y del MC habían estado ya con el gobernador para preparar una reunión amplia con representantes de las peñas, los partidos y los sindicatos.
La forma familiar con la que algunos de estos últimos hablaban con el gobernador incomodó a los que, como yo, veníamos de tirar piedras contra sus esbirros. Ya se había corrido que había algún muerto y yo, entonces tan optimista, ya veía en aquel gerifalte del régimen un cadáver político. No lo podía creer cuando algunos de aquellos dirigentes políticos, que yo tanto había admirado hasta hacía pocos meses, se ofrecieron al gobernador para acudir a apaciguar a los manifestantes, a lo que, solícito, Ignacio Llano contestó que les cedería megáfonos.
La metáfora de la Transición: policías que devuelven los megáfonos que habían requisado
Algo estaba cambiando en nuestra clase política. Hacía solo dos años, en mayo de 1976, me había tocado participar, también de rebote, en una reunión de dirigentes políticos y sindicales de Navarra, todavía ilegales. En la cima de Montejurra había sido testigo del asesinato de Ricardo García Pellejero, que murió en mis brazos, y acabé la tarde en un piso de la calle Mayor de Iruñea, para dar mi testimonio ante todos aquellos dirigentes.
¿Pruebas de la involucración de Juan Carlos I en Montejurra 76?
Con total unanimidad acordaron convocar la huelga general al día siguiente. Recuerdo con nitidez que al inicio de la reunión se identificaron todos los presentes. Así conocí a Gabriel Urralburu, representante del PSOE. Enfrente suya estaba sentado un joven que cuando le llegó el turno dijo estar allí en representación de ETA. Nadie dijo nada, nadie se marchó, nadie se incomodó, ni nadie cuestionó su presencia. Eran tiempos en que muchos de aquellos dirigentes acudían gustosamente a Iparralde a echar vinos con los que habían acabado con Carrero Blanco. Ahora, claro está, lo niegan.
Acabada la reunión del Salón del Trono, el corro se fue haciendo fila para salir; el gobernador se colocó entonces en la puerta y comenzó a dar la mano y ánimos a los presentes. Por educación, por cortesía política o coaccionados por el ambiente, todos iban estrechando la mano a aquel canalla. Yo le dejé con la mano en el aire y comprobé cómo, roto el hielo, lo mismo hacían los que me seguían. Ya en el zaguán del edificio, un grupo se quedó para recibir de los propios guardias algunos megáfonos, mientras un mando policial les decía suplicante: “A ver si ustedes arreglan esto, porque si no va a ocurrir algo gordo”.
Volver al "atado y bien atado"
Aquella entrega de megáfonos por parte de quienes hasta entonces no habían hecho más que requisárnoslos se me antoja hoy día como la metáfora de toda la Transición: el franquismo mutante nos cedía algo para que apaciguáramos a las masas y volvieran estas al redil de lo legalmente establecido. Al atado y bien atado. Al marco de la Constitución que iban a aprobar cinco meses después. Tras aquellos megáfonos vendría luego la entrega de sedes sindicales, préstamos bancarios, medios de comunicación y escaños parlamentarios, mientras en las comisarías los mismos esbirros que nos repartían megáfonos seguían torturando, incluso con más impunidad y ferocidad que antes.
Salimos del Gobierno Civil y nos partimos en dos grupos. Reformistas y rupturistas, supongo. Los de los megáfonos fueron directamente a la avenida Carlos III donde estaba el frente de batalla; la policía les abrió el paso y ellos se acercaron a la primera línea de manifestantes, que estaba ya muy cerca del Gobierno Civil. Otros se marcharon y algunos pocos dimos un rodeo para llegar adonde los manifestantes y advertirles de lo que habíamos visto en el interior del Gobierno Civil.
La misma presencia fantasmal de aquella decena de personas que salían del edificio, micrófono en ristre entre el humo y los guardias, pidiendo que se retirase la gente, encolerizó aún más a los manifestantes y las piedras comenzaron a llegar hasta los comisionados, que tuvieron que retirarse. Llegué a oír a alguno de ellos algo así como “Estos son muy radicales, vamos a intentarlo con los que están más atrás”, y allí se fueron dando un rodeo, para obtener un resultado similar. Al final, fracasado su intento diplomático-policial, se marcharon a sus covachuelas políticas.
El alba nos sorprendió tirando piedras, pero ya era evidente que la relación de fuerzas había cambiado. Policías de paisano y lumpen se mezclaban con los manifestantes y, como en toda gaupasa sanferminera, la cosa fue degenerando. La policía recuperó terreno con las numerosas tropas de refresco que iban llegando a Iruñea. El pueblo de Pamplona dormía avizor, preparaba otra respuesta.
La Germanada había nacido
A la mañana siguiente nos encontramos con una marea blanca, seria, doliente y firme, que dio la primera respuesta a los bárbaros. La Germanada había nacido. La huelga general duró varios días. Los sanfermines se suspendieron y se recuperaron unos meses después, con una murga festiva que se extendió durante años por todas las fiestas de Euskal Herria: “¡Que se vayan!”.
Pero los poderes del Estado ya estaban decididos a someter como fuera al karrikiri navarro y en las páginas de este libro veremos que aquellos sanfermines no fueron una casualidad, ni una extralimitación, ni un error de nadie. Fue un acto de guerra con intencionalidad política. Un escarmiento a la combatividad navarra. Un ataque a la configuración de las cuatro provincias en una sola entidad con un fuerte componente republicano, rupturista y de izquierdas. Un golpe a toda la Euskal Herria insurgente. Otro crimen por el que nadie pagó nunca nada.
Mayoría favorable a la unidad vasca
Tras las primeras elecciones al Parlamento foral de abril de 1979, seguían siendo mayoría (36-34) los favorables a la unidad vasca. El golpe militar de Tejero terminó por resolver el dilema: de la noche a la mañana, Madrid ordenó a parar y el PSOE navarro comenzó a desligarse del de Euskadi, cambiando la trayectoria histórica mantenida desde la II República, del exilio y de todo cuanto habían manifestado sus dirigentes hasta entonces. “Nos llamarán chaqueteros”, les advirtió un afiliado de Ribaforada, según recogen las actas internas del partido. Mario Onaindia, que desde la dirección de ETA acabó en la dirección del Partido Socialista de Euskadi, les advertía desde el periódico El País:
“La postura del PSOE ante la integración de Navarra representa el colmo de la irresponsabilidad política. A estas alturas, el PSOE debería haber aprendido qué ocurre en nuestro país cuando se cierran todas las puertas a las soluciones democráticas. De hecho, quien conozca el significado de Navarra por la mayoría de los vascos, no se le escapa que con esta postura suicida el PSOE hace más por la continuidad de la lucha armada y la desestabilización de la democracia que las teorizaciones del supuesto apologista del terrorismo más sofisticado”.
Perdida ya la dignidad, aquellos responsables del PSOE que acabaron apoyando las tesis de Del Burgo, Aizpún y Martín Villa resultaron luego ser unos corruptos y acabaron en el banquillo como meros manguis. Sin embargo, siguiendo los argumentos de su correligionario Onaindia, ¿no deberían haber sido procesados por los treinta años posteriores de lucha armada, muertes, represión, torturas y cárceles que hemos sufrido? ¿Qué, sino la territorialidad y el derecho a decidir, esto es, las reivindicaciones democráticas que abandonó el PSOE en 1981, han estado encima de la mesa de negociación durante estas décadas? ¿Cuántas guerras han costado en el mundo ese negar a los pueblos el derecho a decidir y esas divisiones territoriales, impuestas, en último término, por la violencia del Estado? Miles de jóvenes han mantenido la resistencia armada durante tres décadas para intentar revertir aquella letal decisión de los poderes del Estado y del PSOE. Si alguna vez Martín Villa y otros responsables se sientan en un banquillo para responder por sus crímenes, a su lado deberían estar los dirigentes del PSOE, que alimentaron la hoguera a trueque de 30 monedas.
Germán nos sigue interpelando desde la memoria
Germán nos sigue interpelando desde la memoria, y ya se han encargado sus camaradas de partido, sus familiares y amigos, las peñas de Iruñea, la asociación “Sanfermines 78: Gogoan!”, músicos, poetas y miles de sanfermineros anónimos de mantener encendida su luminaria. Su renovada actualidad radica en que sus ideales siguen vigentes; los de toda una generación que solo pedíamos una salida digna a la dictadura, republicana, democrática y vasca, en lugar de la monarquía pútrida, el maquillaje del franquismo y la partición institucional que nos impusieron. Como canta Fermín Balentzia, “querían los asesinos matar la aurora anunciada” y lo consiguieron… por ahora. Germán sigue alentando a su gente y la invita a soñar unas nuevas dianas que nos despierten, nos unan e implanten su sonrisa en las calles liberadas. Toda Euskal Herria estará de nuevo en esos sanfermines.
Su imagen, eternamente joven, sigue incitándonos a seguir luchando, a militar por la utopía, a no aceptar la victoria de sus asesinos. Su muerte temprana no evoca la tristeza, sino la alegría de los pueblos que se ponen de pie y se adueñan del futuro. Cuando mataron al poeta y guerrillero guatemalteco Otto René Castillo, dicen que encontraron un poema en su bolsillo que bien lo pudiera haberlo escrito Germán: “Si uno cae es porque alguien tenía que caer para que no cayera la esperanza”.
Y aquí seguimos, esperanzados. Este libro es otra prueba más.
Más en Política
-
Imputada la mujer del presidente de Quirón Prevención en el caso del novio de Ayuso
-
Sánchez reclama dejar "la crispación en el perchero" ante la escalada de tensión de la Conferencia de Presidentes
-
El Gobierno vasco denuncia la "falta de respeto" hacia el euskera de Ayuso y otros presidentes del PP
-
El Supremo se declara incompetente en la demanda del exjuez García Castellón contra Belarra