Ya vieron la imagen en las noticias. 900.000 litros de agua de mar templadita para simular las condiciones de los mares tropicales. Para contenerla, un cilindro de 16 metros de altura y 11 de diámetro. Y nadando dentro, desarraigados y desconocedores de su destino, 1.500 pececillos. Todo acabó desparramado por la calle Karl Liebknecht, fluyendo por las alcantarillas y alimentando el caudal de aguas residuales berlinesas.

Junto a las aguas y los peces se fueron uno tras otro los trece millones de euros que costó la pecera, ahí es nada.

No deja de ser una ironía que este exponente líquido de la tontería turística, del qué más podemos hacer para que no dejes de venir a vernos y te saques fotos y las cuelgues, acabe en los desagües de una calle dedicada a un espartaquista.

Leo que la explicación más plausible es la fatiga de los materiales. Los materiales hacen su función, como usted y como yo, están preparados y elegidos para ello, se dejan usar y la mayor parte de las veces responden con generosidad a lo previsto. Pero algunos, en algún momento, revientan. Yo no sé si soportaría ser cristal de acuario. Hace falta mucha capacidad de contención.

Es posible que los dueños del artefacto ya estén pensando en la reconstrucción, que el seguro cubra el chandrío, que en unos meses haya otro acuario igual, que en el futuro las visitas aumenten debido a la inesperada publicidad que ha supuesto el reventón.

Pienso al mismo tiempo cuánto trabajo del que permite pagar facturas y dormir medianamente ha supuesto la tontería del acuario. Y me pregunto qué parte del trabajo que realizamos no nos convierte en pececillos incautos o en hámsters que mueven la rueda que no se fatiga.

A mí esto me crea muchas contradicciones, no sé a ustedes.