Vara
Ellas hacen el trabajo. Ellas. Las varas. No lo hacen ni lo han hecho Germiniano, ni Rastrojo, ni Chichipán, ni Reta. Las varas son las responsables de conducir los toros hasta la plaza. Las varas corren detrás de los toros y evitan que la manada se disgregue. Las varas se ocupan de que los toros no se vuelvan.
Nuestras varas son de fresno y, aunque sean lisas y alargadas, no son mágicas. Digo esto porque, siempre que hablo de varas, me acuerdo de Embrujada, aquella serie que emitían por televisión hace tantos años, y de Samantha, su protagonista, aquella preciosa bruja que provocaba sucesos extrañísimos con tan sólo un pequeño movimiento de su nariz.
Samantha no tenía vara, al menos que yo recuerde, y Lauren Postigo, que tampoco la tenía, la daba y de lo lindo. Implacable, todas las noches de los viernes, todas, siempre desde el corral de la Pacheca y con su verbo barroco, Lauren Castigo organizaba un escándalo flamenco de mil pares de cojones.
Otra cosa era el infalible teniente Colombo, que también daba la vara, pero únicamente a los asesinos que tenía que desenmascarar. Colombo pasaba mucho frío con su gabardina vieja, conducía un Peugeot ruinoso “porque el coche bueno lo utilizaba su mujer” y era un mentiroso compulsivo: “Si te crees todo lo que dice un policía, eres un auténtico majadero”, llegó a confesar.
Y, hablando de televisión y de cine, ¿se acuerdan de esa comedia romántica en la que Tom Hanks pierde a su esposa y ya no consigue dormir? Algo parecido les ocurre a nuestras varas. Pensando en el encierro, las varas apenas duermen. Y, cuando se aproxima la hora, se colocan en sus puestos, ven llegar a los toros, saltan de los tablones y se pierden detrás de la manada. Las varas han salvado muchas vidas y, en ocasiones, ay, dan varazos y rompen narices.