¡FIRMES..., ar! Y todos formaron filas mirando fijamente... al fotógrafo en este caso. Hace ya 53 años que este grupo de navarros se licenció de la mili. Corría el año 56 cuando a cada uno de los presentes en la foto, les avisaron que partían para África a hacer el servicio militar obligatorio. Hoy la mili suena casi a cuento chino para los más jóvenes, pero en los años cincuenta, y encima en África, no era algo para tomarse a la ligera.

Pero pese a todo, esta generación labró una gran amistad. Tanto es así que todos los años se reúnen para ir, en primer lugar, a escuchar misa. Luego se retratan en la foto de rigor -la que atestigua que el tiempo pasa para todos- y, finalmente, se sientan en torno a la mesa en un restaurante a recordar los viejos tiempos. Esto fue lo que repitieron recientemente. Alegría por el reencuentro y tiempo para recordar algunas batallitas que no tienen desperdicio.

el sorteo

Los de la letra "A"

Todos los apellidos que empezaban por la letra A de esta generación fueron destinados a África. Como Juan Arangoa y Pedro Ansorena, dos de los navarros a los que le tocó partir hacia Melilla cuando tenían 21 años y que, por supuesto, no querían ir. "Era obligatorio -recuerda Arangoa-; ahí no era querer o no. Te tocaba y punto".

Hoy, a esa edad se hace como que se estudia por el día y se le da al botellón por la noche... Pero ellos no. Se prepararon y partieron en un viaje de 26 horas hasta Málaga. Con una pequeña parada en Madrid, en la estación de Atocha. Más lo que le costó a Arangoa ir a Pamplona desde Itxaso y a Ansorena desde Ulzama. De allí, en barco a África. Comenzaba su instrucción militar en el cuartel de Segangan, a unos 20 kilómetros al sur de Melilla.

Lo primero a los que se enfrentaban eran las novatadas. En este sentido, Arangoa y Ansorena asumen que tuvieron suerte. No sufrieron ninguna novatada especialmente cruel. Ansorena dice que la más clásica que hacían los veteranos era la de que se hundieran las camas. Así, "cuando ibas y te tumbabas en la cama... ¡boom! Se venía abajo contigo encima", relata. Pero lo peor, no eran las propias novatadas sino las chinches, que se apoderaron de las sábanas desde el primer día.

Ahora bien, nadie es eternamente novato en el ejército. Y donde las dan las toman. ¿Qué novatadas realizaron ellos? Ambos aseguran que ninguna. Que ellos fueron muy tranquilos. Se les pueda creer o no, lo que sí aportan es que había alguno que otro con mucha imaginación para estos temas. Un compañero suyo, por ejemplo, mientras dormían los novatos, se acercaba sigilosamente con un vaso de agua en la mano, les levantaba el párpado y les iba echando gotas hasta que se desperaban entre gritos e injurias varias hacia el veterano bromista.

Pero a parte de las novatadas, de las que nuestros protagonistas salieron relativamente indemnes, los quince meses que estuvieron en Senganga les depararon otras cosas. Como la instrucción militar, por supuesto.

Arangoa fue destinada al primer regimiento de regulares y Ansorena al quinto. Su cuartel, relatan, era considerado uno de los mejores de Europa. "Tenía campo de fútbol y tres piscinas", recuerdan ambos. ¿Pero aquello era un cuartel o un hotel? Era un cuartel, no cabe duda. Al mando del regimiento se encontraba el General Gotarredona, del que no tienen mal recuerdo.

"Cada quince días te rapaban la cabeza y hacíamos mucha gimnasia, corríamos...", relata Arangoa. "Y también entrenábamos con armas, por supuesto", añade Ansorena. Humildes ante la pregunta, ninguno se las quiere dar de gran tirador. Lo que si recuerdan es el sueldo que les pagaban. Una peseta al día. "Y aún tuvimos suerte, en Pamplona pagaban cincuenta céntimos", apunta Arangoa.

¿Y qué hacían con ese dinero? Poca cosa. Tomar mucho té cuando conseguían permisos para ir a la ciudad y poco más. El resto del tiempo lo pasaban en el cuartel, aunque sabían montárselo bien. Se reunían grupos de catorce o quince personas con un acordeón o una guitarra y con la comida que les mandaban los parientes y se improvisaban unas fiestas que acababan con todos empachados y una sonrisa de oreja a oreja. Hay algunos, incluso, que aseguran que engordaron en la mili y que volvieron a casa con algún kilo de más. Gente de buen comer, sin duda, porque algunos compañeros discrepan.

Otro veterano, que no quiso dar su nombre, añade que para cenar tenían todas las noches sardinas. ¡Incluso en Nochevieja!, resalta. También recuerda la carne de camello que, según él, "el primer día era intragable, el segundo asquerosa, pero el tercer día te comías hasta la chepa".

el cuartel

Una disciplina dura

Aunque no todo era positivo, claro. La disciplina en el cuartel resultaba muy dura y constantemente les recordaban que estaban allí "para defender a España", pues ese territorio era España y no había más que hablar. A más de uno se le suelta la lengua sobre el ejército recordando esto y critica con especial dureza el trato que recibían los moros. A los legionaros no, esos cobraban hasta 500 pesetas, afirma Juan Arangoa, pero a la población autóctona "se le trataba fatal".

Tal vez por esto, entre otras muchas causas, se dio la rebelión de Ifni en el año 1957. Arangoa recuerda este hecho con especial detalle. Por fín le habían concedido un permiso para volver a casa, pero nada más llegar, "se dio la revuelta de los moros y tuve que volver al cuartel. Estuvimos un par de días acuartelados y dormíamos incluso con las armas en la cama por si teníamos que ser movilizados", rememora Pedro Ansorena. Por fortuna, ellos no tuvieron que entrar en combate, pero un joven de Falces perdió la vida durante estos enfrentamientos. Se encargó de sofocar el levantamiento la Legión, la cual, aseguran, "recibió carta blanca" para cometer todo tipo de atropelías. "Aunque luego les dieron el alto", matizan.

La Guerra de Ifni, afirman, "fue una de las causas por las que Franco decidió prescindir de su escolta mora", que desde el comienzo de la Guerra Civil acompañaba al dictador.

Así, sin entrar en combate, transcurrieron los quince meses de mili y llegó, por fin, la tan deseada licenciatura. "No teníamos ni un duro y no pudimos ni celebrarlo", recuerda otro veterano que prefirió no revelar su nombre. "Hombre -otro interviene en la conversación-, recuerda la fiesta de Soria, qué bailes nos pegamos todos...". No quieren especificar más, algo ocultan, seguro que lo celebraron a lo grande, sonríen demasiado al rememorar la vuelta a casa.

Pero pese a esa fiesta, las ganas de volver a casa eran tan grandes, que un joven de Murillo el Fruto no pudo esperar a llegar a Olite y de ahí bajar hasta su pueblo. Así que al paso del tren por Murillo, tiró la maleta y tras ella se lanzó él. Todo el vagón alucinado, recuerdan, pero el tío se levantó sin un rasguño. Fue el primero en llegar a casa. El hombre echaba de menos su tierra.