En su casa de las Ventas de Noáin, donde la carretera se bifurca rumbo a Zaragoza o a Huesca, Braulio Cascante hojeaba con la curiosidad de un mercader las páginas del ABC. La edición del 12 de enero de 1910 no ofrecía informaciones que despertaran su instinto de hombre abierto a cualquier negocio, fueran estos tan diversificados en ese tiempo como la venta de superfosfatos, de tablas de chopo o la explotación del arrastre de toros en la plaza de Pamplona. La reunión de la Sociedad Libre de Estudios Americanistas en Barcelona, la campaña del Rif o los proyectos de construcción de nuevos pantanos no llamaban su atención de manera especial.

Nacido en Abaigar y mudado a Noáin en busca de oportunidades de progreso, a sus 48 años Cascante ya se había labrado cierto prestigio social no sólo en la Cuenca sino en círculos de influencia de la capital. Su nombre y apellido habían sido citados en la sección de Ecos de sociedad de Diario de Navarra, donde además de reseñar sus idas y venidas, le presentaban como "rico propietario".

Del ABC de aquel miércoles post navideño, a Braulio Cascante le atrapó una breve noticia fechada en San Sebastián y que anunciaba la inminente organización de un concurso de aviación. El "rico propietario" se sentía atraído por la enloquecida carrera que desde comienzos de siglo se había entablado a ambos lados del océano por ser el primero en la conquista de los cielos. Estaba informado de los intentos realizados durante un prolífico 1909 por Juan Olivert, en Paterna (Valencia), con el apoyo económico del ayuntamiento; de la arriesgada aventura de cruzar el Canal de La Mancha completada con éxito por Louis Bleriot; de los trabajos de los acaudalados hermanos Salamanca en Madrid con un aeroplano de su invención y del proyecto AMA en los campos de Lakua, en Vitoria. También supo por El Eco de las pruebas del jesuita navarro Enrique Ascunce en la localidad vallisoletana de Boecillo.

Todas las ciudades, mas grandes o más pequeñas, costeras o de interior, pugnaban por tener un lugar en ese mapa de la historia de la naciente aviación y San Sebastián trataba de ser una de las primeras en el reino del monarca Alfonso XIII. La breve información de ABC concluía apuntando que "el aficionado sr. Garnier, que actualmente construye un aparato, se ha ofrecido a tomar parte en el concurso".

Aunque Cascante entonces no lo supiera, aquel sr. Garnier -de nombre Leonce- era un inquieto francés afincado en San Sebastián, propietario de un reconocido garaje, atraído por la mecánica y las carreras de coches. Tampoco él era ajeno a los progresos aeronáuticos. Francia vivía el frenesí de constructores y pilotos (Lefebre, Leon Delagrange, Santos Dumont, Gabriel Voisin…) al que estaba dispuesto a sumarse cuanto antes y no como un simple imitador sino como pionero de renombre.

el escenario

¿Por qué eligió Aizoáin?

Cascante, siempre ocupado en las mil formas de incrementar su hacienda y sacar adelante a una familia con ocho hijos, no volvió a tener noticias de Garnier hasta mes y medio después de aquella primera lectura del ABC. Esa mañana del sábado 26 de febrero, en una esquina de la segunda página de El Eco, el periodista Garcilaso avanzaba de manera urgente que Mr. Garnier quería probar en Pamplona un aeroplano de su invención. Proyecto para el que contaba con la colaboración del pamplonés Martín Aldaz, otro renombrado aficionado a los coches. "Pamplona tendrá la satisfacción de ser la primera población española cuyo cielo reciba la caricia de las alas de un aeroplano, y los pamploneses tendremos la satisfacción de ser los primeros españoles que vean volar airosamente, graciosamente el primer aeroplano construido en España..." escribía el periodista llevado por el entusiasmo de un momento histórico pero ignorante de los fructíferos vuelos de Julien Mamet en Barcelona apenas once días antes. Garcilaso, atento siempre en sus crónicas a todas las cosas que sucedían en la capital, reclamaba la colaboración de las autoridades para facilitar los trabajos preliminares del piloto y el buen fin del proyecto.

Pero ¿qué hacia Garnier en Pamplona, una ciudad que sólo conocía los monoplanos por las fotografías de alguna revista ilustrada? En San Sebastián, por contra, más que espectadores había agentes activos en el desarrollo de ingenios aéreos que fueran capaces de desafiar la ley de la gravedad. Un año antes de conocerse los planes de Garnier, en el verano de 1909, en los talleres de carpintería que en la capital donostiarra regentaban los herederos de Ramón Múgica, cobró forma el proyecto AMA, que tomaba su nombre de las iniciales de los tres guipuzcoanos que lo lideraban: Amestoy, Múgica y Azcona. Las pruebas finales realizadas en Lakua, en Vitoria, no dieron sin embargo el resultado esperado.

Garnier estaba decidido a volar cuanto antes y eligió Pamplona después de explorar sin éxito terrenos en San Sebastián y Vitoria. "Mr. Garnier ha querido probar su aparato en San Sebastián, pero no ha encontrado allí, en este tiempo, sitio a propósito; quiso probarlo en Vitoria y tampoco lo halló", explicaba Garcilaso a sus lectores. Por mediación de Martin Aldaz localizó el soto de Aizoáin, lugar que reunía las mejores condiciones. Sólo era necesaria alguna pequeña obra de acondicionamiento para cubrir los incontables baches y las zanjas que amenazaban las maniobras de despegue y aterrizaje.

la novedad

Una ciudad volcada

En apenas unas semanas, Pamplona vivía sumergida en un ambiente inusual. Las noticias sobre aviación y los planes de Garnier eran secciones fijas en todos los periódicos de la capital. De repente, en los corrillos de conversaciones se colaron palabras hasta hace poco ignoradas como hangar, hélices, caballos de potencia, vueltas por minuto…; y un perfecto desconocido como Hubert Le Blon era ya una leyenda tras su accidente mortal, el 2 de abril, en La Concha donostiarra.

Cascante seguía los acontecimientos con curiosidad; aquel tipo al que no conocía, el francés al que no se podía llamar aviador porque no había despegado todavía del suelo, le parecía un tipo valiente y decidido. "Quisiera volar por encima del fuerte de San Cristóbal y contemplar a vista de pájaro toda la hermosa comarca de Pamplona" relataba Garnier a los gacetilleros locales. Cascante levantó por un momento la vista por la ventana de la planta que daba al norte, observó el perfil plano de la cima de San Cristóbal recortándose sobre un cielo limpio y pensó que algún día él también vería su casa desde el aire si tenía la oportunidad de ir como pasajero en un biplano.

Garnier contagió su sueño a periodistas que recibían la novedad como una salida a la rutina de plenos y gacetillas de sucesos, y a lectores que eran testigos directos de un acontecimiento histórico. Braulio Cascante participaba de esa emoción, pero intuía, como buen emprendedor, que en el soto de Aizoáin se cocía algo de más enjundia. "Si tengo éxito -vaticinaba Garnier-, me dedicaré a la construcción de monoplanos. Los venderé a 12.000 pesetas".

Al comerciante de Noáin, que el año anterior ganó por 275 pesetas la adjudicación de las mulillas y el arrastre de toros en la Plaza de Pamplona, le sobraron segundos para calcular que la aviación iba a ser también un buen negocio.