En 1968, el periodista y escritor Luis Carandell inauguraba en la revista Triunfo la sección Celtiberia show, en la que mostraba la singularidad de la sociedad española por medio de anuncios, erratas y artículos de prensa que le enviaban los lectores y provocaba la sonrisa, cuando no la abierta carcajada. La España machadiana de “guitarra y pandereta, cerrado y sacristía...”, se fotografiaba hasta convertirse en auténticas páginas best seller que era esperada con avidez como la más popular incluida en las páginas de la lastimosamente desaparecida publicación.
Luis Carandell (Barcelona, 1929-Madrid, 2002), cronista parlamentario y político era mucho más, un todo terreno dotado de una agudísima capacidad de observación, un envidiable sentido del humor (“el más serio y sano de los sentidos“, defendía) y esa retranca, socarronería irónica que algunos atribuyen a los catalanes. Se instala en Madrid en 1947, estudia la carrera de Derecho y en Barcelona un curso de tres meses de Periodismo al que dedicaría toda su vida, además de publicar más de medio centenar de libros de viajes, política, reportajes, crítica y denuncia social. Y de humor, siempre humor.
En 1968, poco antes de iniciar su Celtibería show que es la que le haría más popular, publica el delicioso Los españoles donde con una entrañable ironía recorre la vida de un “españolito que vienes al mundo te guarde Dios...” de posguerra, desde el nacimiento hasta la tumba, un tema que ampliaría con sus postreros El día más feliz de mi vida (2000) y La familia Cortés. Manual de la vieja urbanidad (2001), muestras exactas de la sociedad de los 50, 60 y 70. En su prolífica producción literaria, casi siempre pintada de tinte humorístico, se suceden Democracia pero orgánica (1974) y la Vida y milagros de monseñor Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei (1975) que, como era de esperar, le supondría más de un disgusto.
A principios de los setenta, al tiempo que en Triunfo (1968), escribe también (“Nunca he hecho otra cosa”, repetía) en Informaciones y bajo seudónimo en la revista Cuadernos para el Diálogo, con reportajes y crónicas de denuncia social así como en los periódicos Madrid y Diario de Barcelona (tuvo que abandonarlo a raíz de presiones que recibió por prologar el celebrado libro Autopista de otro recordado crítico-humorista gráfico, El Perich (Jaume Perich Escala, 1941-1995). También colaboró en las revistas de humor Hermano Lobo y Por Favor, incansable como era.
SHOW Y BIS Con todo, serían su impagable Celtiberia show y su continuación Celtiberia bis las que llevaron a conseguir extraordinaria popularidad en una época en la que, todavía, había que andarse con pies de plomo, como le ocurriría a un joven de Luarca (Asturias) pagano de una multa de 25 pesetas de aquellas por “carraspear al paso del alcalde”. La Navarra de la época no podía pasar inadvertida y desde el principio se hace eco del anuncio publicado en La Voz de la Ribera, convocando el empleo de matarife municipal y el condicionado: “Certificado negativo de penales”, de “buena conducta de la Alcaldía” y de “adhesión al glorioso Movimiento Nacional”. En caso contrario, olvídese, oiga.
Para nuestros paisanos, es el tiempo de la frustrada actuación en Pamplona, en un club de postín “de cuyo nombre no quiero acordarme”, del cantante Phil Trim del grupo Pop Tops (los de las canciones Oh Lord, why lord y Mamy blue) que tuvo que salir por piernas ante la seria amenaza de apaleamiento por parte de hijos de la gente bien pamplonesa. Fue en unos calurosos Sanfermines y al corrido Phil Trim, cantante originario de Trinidad y Tobago, no se le ocurrió otra cosa (nunca lo hubiera hecho) que salir a cantar... ¡en tanga!. Le salvó su agilidad.
Otra célebre nuestra navarrica que recopiló Celtiberia show fue la de los dos jóvenes de palique que, en plena elevación de temperatura, sienten la humana necesidad de algo más. “¿Sabes, me gustaría darte un beso?”, musita él. Ella, acuciada por idéntico síntoma, le responde: “A mí también, pero ¿sabes que pasa?” y ante el interrogante del muchacho, le aclara: “¡Es que soy de Pamplona!” (Definitivo).
El variopinto y escojonante batiburrillo que agavilló Luis Carandell es incomparable incluso hoy, cuando el ingenio desborda las redes sociales ante cualquier acontecimiento (y hay motivos todos los días) con lo que cabe imaginarse la sensación que causó medio siglo atrás en aquella casposa y pacata sociedad de la que, dixit Manuel Vázquez Montalbán (genial) “parecía que a todos nos olían los calcetines”. La cosecha (que continúa ahora mismo) era espléndidamente feraz, como puede verse en el escaparate de la expendeduría de tabaco (“labores nacionales”) que Alfredo Alcain imaginó acertadamente para la portada.
VARIOPINTO El género de aquella tienda “de oportunidad” (donde se vendía de todo) regocijó al lectorado (electorado no había) y resultó un variopinto compendio de prejuicios, insensateces y valores patrios al uso, de tal forma que su recopilación en el Celtiberia show original precisó de un considerable número de ediciones y reediciones, unas en Guadiana de Publicaciones (el director, del grupo editorial, Gabriel Camuñas, sería procesado todavía en 1976 por el Tribunal de Orden Público como presunto “autor del delito 165 del Código Penal”, al tiempo que le secuestraban el corpus delicti, o sea los libros: Cartas al Rey de los niños españoles y El libro negro de Vitoria) y en Maeva ediciones.
La demostración del carpetovetónico carácter de la fauna nacional, alquimia de El lazarillo de Tormes y de la vida del buscón llamado “don Pablos”, le facilitaron a Carandell un material inagotable, de “....escaparate en el que se muestran a lo crudo y con el mínimo soporte literario posible, las hazañas, milagros, ejemplos, decires, gracias, desgracias, ocios y negocios de los celtíberos de nuestros días”, escribirá sobre su obra.
el tirapichón En la publicidad de un anuncio de película, El asesino, se aclaraba que el protagonista lo era “pero no de personas, sólo se dedica a las mujeres”, lo que podría servirnos ahora mismo a la vista de cómo está el patio. De igual manera se animaba a “no ser tonto y aprovechar las gangas de un acto benéfico “a favor de los subnormales”, lo mismo que se vendían “aprobados a 1.625 pesetas” casi igual pero más caros que los másteres de ahora mismo, o se metía el miedo en el cuerpo advirtiendo que una obra estaba “vigilada por gitanos”, históricos culpables de casi todo en un tiempo y en un país de paisaje y paisanaje.
Muchas familias alardeaban de que a las chicas de servicio (“preferible de pueblo”, consta textual en varios anuncios) se les trataba “como de casa” e incluso “comen lo mismo que nosotros”, lo que no obstaba para que se fijaran ciertas excepciones para guardar las distancias y se plantara un expeditivo cartel: “Se prohibe bajar en el ascensor a la servidumbre”, correctamente escrito a máquina y con el texto perfectamente alineado. Y hablando de elevadores se pescaban auténticas curiosidades, como la que advertía que el ascensor “sube sólo hasta el segundo piso sin pasar por el primero”, a lo que algún usuario más observador puntualizaba: “Eso es imposible” y, lógicamente, tenía razón.
El gracejo y las meteduras de pata tampoco faltaban y así, entre el ramillete escogido como muestra, se encontraba el cartel de un restaurante que ofrecía menú penitencial en viernes de vigilia y festividad de la Circuncisión (¡!) “de Nuestra Señora”, con toda probabilidad un caso único en el mundo mundial y cuando en teoría no debía comerse carne anunciaba “solomillo a la brasa”, quien sabe si de verdel o chicharro tan populares entonces en una sociedad mayoritariamente deprimida.
Como los sex shop aún eran cosa de países vergonzantes que habían perdido los valores de Occidente, el ingenio se desataba para ofertar los servicios de “Apolo, un amigo inseparable” y secreto consolador “en casa, en vacaciones” y hasta “en la oficina”, presuntamente eficaz pero no anónimo pues hasta había sido bautizado y cuyo envío sería hecho “con la máxima discreción”. Todavía más, se enseñaba “Como dominar a las mujeres” pero, visto que empezaba a estar mal visto, se aclaraba que civilizadamente (¿?) podía hacerse “sin látigo”, un avance considerable sin duda frente al lamentable “la pierna quebrada y en casa” tan cavernario.
Luis Carandell era un hombre que miraba la vida con optimismo, buen humor y agudeza mental, y a todos los lápices les sacaba la punta ingeniosa. Las esquelas acrecentaban su cosecha (abordó el tema y el de la muerte en Tus amigos no te olvidan,, 1975) y entre otras escogió la dedicada a un extinto cocinillas donde sus deudos se lamentaban: “¡Te vas sin dejarnos la receta de la paella de escabeche!”. Un drama sin duda.
En definitiva, Celtiberia Show fue el espejo en el que la sociedad de la época (¿y de ahora?) se veía reflejada. Le siguió, vista la rotunda aceptación, su Celtiberia bis pero ya no sería lo mismo tras el explosivo efecto de su hermana mayor. Medio siglo después continúa siendo una preciosa estampa sociológica de un país donde los tópicos, el typical spanish y la miseria de la posguerra se prolongaron demasiado. (Y todavía).