omingo, 25 de octubre. Pilar Usechi, enfermera del centro de salud de la Txantrea, se encuentra confinada tras dar positivo dos días antes. Han pasado cuatro desde que su hija tuvo constancia de que estaba infectada de covid y ella, a pesar de su encierro, se encuentra bien. Pero ese domingo algo cambió. Llegó la fiebre -38,5 grados- y con ella la tediosa dificultad respiratoria. “Notaba que las costillas eran de madera, tenía un trabajo respiratorio terrible”, comienza a relatar.

Pero los síntomas del bicho no se iban a quedar ahí. “Lo que peor recuerdo es un temblor que no se veía de fuera, pero por dentro era como si tuviese un gato enfadado, y un agotamiento... no podía estar. Entre la fiebre, la dificultad para respirar y el temblor no me podía mover, y adelgacé 5 kilos en una semana”, cuenta esta sanitaria de 59 años, perfil similar a la de la mayoría de afectadas por covid persistente.

Aunque su saturación nunca bajó de 95, las sensaciones no eran nada buenas. Incluso se llegó a temer lo peor. “Los días 1 y 2 de noviembre sentí que aquello no podía seguir para adelante”, confiesa. Y es que no llegó a tener neumonía -le hicieron placas en dos ocasiones y, aún con la base del pulmón izquierdo mal, no la desarrolló-, y a pesar de que su caso no requiriese ingresar en el hospital, el malestar era incesante, con síntomas cada vez más variados. “Sufría un agotamiento continuo. Era imposible comer, no podía tragar bien, me daba tos, dolor de espalda, un quemazón horrible en los ojos...”, detalla.

A los diez días, las dolencias comenzaron a darle tregua. Aunque todavía “mal y agotada”, se notó con fuerzas para levantarse de la cama. Es entonces cuando vio el problema en las extremidades. “Noté que me molestaban mucho los pies y no sabía por qué. Me miré y los tenía morados y completamente pelados. Además, se me caía todo de las manos. Me di cuenta que se no notaba nada en ellas”, expone, añadiendo que también tenía problemas de concentración: “iba más lenta y no completaba las frases. No me salía lo que quería decir”.

La fiebre bajó un poco -aunque no llegó a ser menor de 37,8-, pero el problema en las extremidades continuó. “Ponía los pies en el suelo y no notaba si hacía frío o no”, ejemplifica. Un mes después, el 25 de noviembre, Pilar volvió a su puesto de trabajo más por vocación que por ausencia de síntomas, pero el regreso no fue igual que antes de haberse infectado.

“Lo primero que hice fue pedir las llaves del ascensor porque no podía subir escaleras, era imposible respirar”, describe, evidenciando un problema que superó ejercitándose por su cuenta. “A los 20 días o así subí y bajé las escaleras de mi casa, que son 12. Cuando lo logré se me saltaban las lágrimas porque me costó recuperarme montón”, reconoce.

Sin embargo, los problemas en las extremidades continúan. “Hoy sigo sin notar las yemas de los dedos, las tengo heladas, tengo un hormigueo... toco algo y me da una dentera horrible. Tengo dolor de pies, sigo sin sentirlos bien, los noto como si fuera de corcho”, ilustra, algo que ha empeorado con el frío. “Como sigo sin notarlos bien y con el frío me duelen tanto, no noto cuando echo el pie y me caí”, expone, a la vez que reconoce que todavía tiene que pedir ayuda cuando saca sangre a niños muy pequeños, “porque no les noto las venas”.

Sin embargo, es optimista. Dice encontrarse “muy bien”, sobre todo comparando con cómo estuvo. “Me sentía tan mal que estoy nueva, pero hoy sigo sin poder tocar bien las cosas”, admite, esperando que “si dos meses he mejorado, espero hacerlo en otros dos”.

En ese periodo de tiempo espera también recuperar el último apartado de sus secuelas, que siguen incomodando su rutina: no tiene ni olfato ni gusto. “Hay veces que pienso que lo voy a recuperar porque de repente me viene olor a caca. Y depende de qué perfumes haya en las tiendas me viene un olor químico muy fuerte y me tengo que salir”, detalla, deslizando después un secreto que hace llevarse las manos a la cabeza a todo amante de la gastronomía: “Ahora le echo a todo vinagre, hasta a la carne, porque es lo único que noto”. A pesar de todo ello, sigue convencida de que un día se levantará sin secuelas. Para entonces, ya sabe lo que va a hacer: “comprar y comer unas tajadas de buen jamón”, sueña.