Desde que ocurrió aquella salvajada en el portal número 5 de la calle Paulino Caballero de Pamplona la noche del 6 al 7 de julio de 2016, en apenas 20 minutos que para la víctima fueron un infierno interminable y el calvario de toda una vida, todo lo imposible se ha hecho posible. La Manada de Sanfermines es un caso sin precedentes, que sacudió un país, sobrepasó sus confines y se convirtió en el origen de una ley que era notoriamente mejor que la anterior pero a la que no dotaron de un buen armazón en forma de disposición transitoria para que estas rebajas de condena no se produjeran.

Quizás quien fuera artífice de la norma no pretendiera precisamente que su eje pivotara sobre el punitivismo de la misma y las condenas que podían verse beneficiadas. En ese epicentro de la legislación importaba más el consentimiento como principio fundamental de la libertad sexual de la mujer, la eliminación del concepto de abuso sexual para que cualquier comportamiento contrario a dicha indemnidad sexual fuera condenado como agresión y la protección y seguridad de las víctimas que también se ve reflejada en el acompañamiento a las mismas y en las medidas cautelares en forma de órdenes de alejamiento y de libertad vigilada para que ellas sientan que la Justicia les apoya.

Sin embargo, lejos de las aspiraciones iniciales, el trazo grueso ha emborronado cualquier mejora que empoderara al feminismo y ha centrado el debate en qué condena se impone con una ley y otra. Y ese debate, a día de hoy, es una batalla perdida que ya tuvo su reflejo con la reforma legislativa que impulsó y aprobó el PSOE con el apoyo del PP en primavera y que ahora vuelve a la primera plana por una causa que era el emblema precisamente de la publicitada ley.

Pese a que en España ya se ha modificado a través de la pluma socialista (cuyo exministro Campo, ahora en el TC, algo tuvo que ver en en el repaso fallido de la norma) la ley sobre delitos sexuales, dicha nueva legislación solo afectará a los casos ocurridos desde que se aprobó, por tanto desde marzo de este año. Las causas anteriores seguirán por tanto enjuiciándose en virtud de la ley del sólo sí es sí, que homogeneizó como término único para el delito sexual el concepto de agresión y por tanto ya no había que reparar en si el hecho enjuiciado se había efectuado con violencia o intimidación. Hay quien entre las togas sigue opinando que el Supremo no requirió de nuevas leyes para condenar a La Manada a una dura pena de 15 años de prisión por agresión sexual continuada, en la que observó como agravantes la actuación en grupo y la desconsideración con la víctima.

Entonces entró en juego el concepto de la intimidación ambiental como factótum de la condena. Es decir, una víctima desvalida, en inferioridad física y numérica, en un lugar desconocido, de madrugada, es atacada en un portal sin piedad y acaba violada en un lugar que era una ratonera y un lugar imposible para la escapada y donde cualquier grito o negativa la hubiera puesto todavía en mayor riesgo. Que aquellos hechos eran constitutivos de una agresión sexual continuada lo escribió en sus resoluciones, hace ya siete años, el propio juez instructor del caso en Navarra, que advertía a los acusados que se podían enfrentar a penas de hasta 80 años de prisión (por la agresión que cometieron y por ser cooperadores en las agresiones del resto de los miembros del grupo). Desde aquella investigación judicial inmaculada y ágil han asaltado el recorrido de esta causa tantos obstáculos que la violación no ha dejado de ser interminable.

Que el recurso en base a la ley que se impulsó por el caso sirva para la rebaja de pena de uno de los acusados (y el resto que vendrán después a recurrir, a no ser que el Supremo dicte otra resolución que mantenga la pena que impuso) termina por ser ya un remate indecoroso y trágico. Un hecho doloroso para la víctima, en boca de la ministra Montero.

Aquella joven, que hoy cuenta 25 años, fue violada por cinco salvajes en un portal en Sanfermines, pero ellos opinaron que era consentido y que incluso accedió a ser grabada. Vio su nombre expuesto en redes sociales y las fotos de su agresión sexual circulaban por perfiles de tuiteros denigrantes y criminales. Se vio sometida en el juicio a un interrogatorio lamentable, en el que las cuestiones discurrían en torno a si había sentido dolor o si se la habían llevado con violencia.

Luego, seis meses después de la vista, los jueces de la Sección Segunda de la Audiencia condenaron a sus violadores a 9 años y medio de cárcel por entender que eran abusadores con prevalimiento. Uno de ellos dejó escrito que fue un jolgorio y que ellos merecían la absolución. La calle fue un clamor unánime, pero el TSJN no corrigió aquel desaguisado. Tres jueces mantuvieron la decisión. Galve, el presidente que ahora avala la rebaja de la pena, y Abárzuza fueron los dos primeros jueces en discrepar y sentenciar que aquello fue una agresión sexual y no el abuso ya pronunciado. Mientras, la Audiencia ponía en libertad por dos votos a uno a los violadores a la espera de que el Supremo tomara la decisión definitiva.

Los acusados eran grabados en su acceso a los juzgados de Sevilla como si fueran estrellas del rock. Hasta que el Tribunal Supremo puso los puntos donde debía. Condenó a 15 años por la agresión a cada uno de ellos. Y por un camino paralelo se trazaba la estructura de una ley para proteger a esta y todas las víctimas que aprovechaba la ola que era un tsunami. Se escuchaba en cada esquina: “¡Yo sí te creo, hermana. Solo sí es sí”. Tanto grito para regresar al punto de inicio. La víctima violada y el agresor, protegido por las normas. Déjenla en paz de una vez.