Cuando llegaron a España por primera vez hace 75 años, aquellos niños y niñas austriacos que huían de las penurias de la Segunda Guerra Mundial aún no sabían el impacto que este viaje tendría en sus vidas. “Austria era para mí como un cine en blanco y negro, mientras que España era uno de colores”. Esta es la forma en la que Monika Kurzbauer (Viena, 1942) recuerda sus idas y venidas entre una Viena asolada por la guerra y la Torrevieja a la que llegó con 7 años y en la que vivió durante meses con su familia de acogida, donde ella se convirtió en una hija más.

Una historia similar se repite en el caso de los 4.000 niños y niñas austriacos que se repartieron por todo el Estado en 1949, como ocurrió con Wolf-Dieter Wobetzky (Viena, 1944), acogido en Tarragona, y Hubert Rogelboeck (Viena, 1941), cuya “familia española” lo llevó a vivir a Ágreda, Soria. El traslado fue organizado por Caritas Austria y Acción Católica España.

De izquierda a derecha, en la primera fila, Herta Schmol, Monika Kurzbauer, Hildegard Leposa, Gisela Krispel, Grete Tucek y Peter Hochholzer; en la segunda fila, Wolf Dieter Wobetzki, Hubert Rogelböck, el embajador austriaco Enno Drofenik y Wolfgang Leposa.

Antes de llegar a sus destinos finales, estos tres austriacos primero pasaron una breve estancia en Pamplona, que se convirtió en el hogar de Peter Hochholzer (Viena, 1941) y Gisela Krispel (Linz, 1942). Esta ciudad continúa siendo hoy en día el nexo de unión entre los cinco “niños” austriacos y que, el pasado 4 de junio, los volvió a reunir en sus calles para celebrar el 75º aniversario de su llegada y la de otros 500 compatriotas que, al igual que Gisela y Peter, crearon un segundo hogar en Navarra.

Aunque el viaje fue breve, de solo cinco días, estos austriacos tuvieron tiempo para ser recibidos por la consejera de Memoria, Ana Ollo, y por el embajador austriaco, Enno Drofenik, así como para hacer turismo por Zaragoza y, tras la excursión, rememorar sus historias sentados alrededor de una mesa del hotel en el que se hospedaron en Pamplona. Como siempre, el Albert.

Peter con su familia adoptiva, amigos y vecinos del barrio.

Un nuevo hogar

Los caminos de los cinco austriacos quedaron unidos por Pamplona, pero Gisela fue la única que tomó la decisión de quedarse a vivir en la capital navarra.

Llegó en mayo de 1949, con 7 años, y fue acogida por un matrimonio sin hijos biológicos, pero en aquella primavera Gisela llegó a sus vidas para quedarse. La decisión de su padre de permitir la escolarización de la pequeña en Pamplona le permitió comenzar a vivir en Navarra de manera más perramente, ya que hasta ese momento todos los niños y niñas volvían a los pocos meses a Austria. Con los años, Gisela comenzó a trabajar como traductora en la Universidad de Navarra donde, en 1960, aterrizó el hombre que cambió todos sus planes: Darío Ortega, su marido. “Cuando tenía más o menos decidido regresar a Austria y quedarme allí, cambié de idea”.

Wolf, a la derecha, con sus hermanos de Tarragona Cico, Toton, José María y Rodolfo.

Pamplona tampoco salió de la mente de Hubert. En su segundo viaje a Ágreda, donde llegó por primera vez a los 7 años, el austriaco visitó la capital navarra con su hermano Juan y otro amigo para disfrutar de los Sanfermines e, incluso, animarse a correr el encierro el 7 de julio, aunque sin entrar a la plaza de toros. “Ha sido una fascinación para toda la vida”. Algo similar le ocurrió a Peter quien, desde que llegó a Navarra con 8 años, ha mostrado una gran pasión por esta fiesta, a la que acude cada año el 1 de julio para no perderse esta cita anual.

Recuerdos de la guerra

A sus 82 años, Gisela aún recuerda lo diferente que era la vida en Pamplona y en Linz, ciudad que fue bombardeada durante la Segunda Guerra Mundial y que casi le cuesta la vida. En el bombardeo de 1944, cuando Gisela tenía dos años y su padre estaba en el frente, su madre se resguardó de las bombas en un refugio con la pequeña y sus dos hermanos mayores (después de ella nacerían tres más). “Yo tenía problemas pulmonares y no podía respirar bien, hasta que un amigo de mi familia, que era médico, se dio cuenta de que yo me estaba ahogando. Se arriesgó y me cogió en brazos para sacarme a la calle y que pudiera respirar”, rememoró la austriaca.

Monika, en el centro con dos lazos blancos, junto a su hermana alicantina Fina; en las esquinas sus padres Antonio y Josefina; por detrás sus hermanas Pura (i), Amparo y Amelia.

La guerra también marcó la vida de Wolf, Hubert y Peter, cuyos padres murieron en combate. En el caso de este último, en Stalingrado. De aquellos años, Peter aseguró que solo conserva “el ruido de los aviones, de las bombas y de muchas casas destruidas”.

La comida también fue un problema para Monika y su familia ya que “en Viena no sabías lo que ibas a comer al día siguiente y no había nada para comprar. Esto no era vida”. Por eso, después de conocer Torrevieja, a Monika se le hizo difícil volver a Austria. “A mí me gustaba irme de casa porque en Viena, incluso antes de la guerra, éramos cuatro personas en un piso con solo una habitación y una cocina”.

Peter, a la derecha, con Hans, otro austriaco afincado en Pamplona, durante unos Sanfermines.

Este hecho, sumado a otras carencias como las de ropa o medicamentos, animó a muchos padres austriacos a mandar a sus hijos fuera del país. Una decisión que los pequeños aprovecharon al máximo. Mientras Monika se dejaba cuidar “como una muñeca” por sus tres hermanas mayores, Peter disfrutaba de los partidos de Osasuna en el campo del San Juan. “No quiero olvidar ninguna hora de esos tiempos”, recuerda con cariño.

España también fue “muy importante” para Wolf, con una madre modista que le hacía ropa y quiso adoptarle, al igual que ocurrió con Peter. Es por eso que esta “vida de lujos”, como la describió Monika, también despertó el miedo de los padres biológicos de que sus hijos no quisieran volver a casa. “Me gustaba más España que Austria”, señaló Monika. Esta idea, como explicó Peter, hizo que muchos padres “les quitaran las cartas de los españoles por miedo a que quisieran quedarse”, lo que provocó que muchas de estas familias perdieran el contacto con sus hijos e hijas austriacos.

Gisela, con abrigo blanco, junto a su familia austriaca.

Esta es una situación que han visto varias veces en el Club Encuentro, la asociación que preside Monika y que les sirve para reunirse el primer miércoles de cada mes en Viena. Aunque Peter apuntó lo difícil que es conseguir el reencuentro con las familias adoptivas, el Club Encuentro representa una oportunidad para sus miembros de reencontrarse y charlar.

Eso sí, en alemán. Aunque los cinco austriacos se desenvuelvan muy bien en castellano, en especial Gisela, no todos en el club dominan el idioma. De hecho, durante la charla en el hotel Albert, las frases se mezclaban en ambos idiomas de manera constante y fluida, con risas y miradas que pedían ayuda para traducir del alemán aquellas historias que comenzaron en Pamplona.

Gisela, a la derecha, junto su familia pamplonesa; en el centro y con camisa roja de cuadros, su marido Darío.