Con largos abrazos y tiernas miradas de despedida que insinuaban “espero verte pronto”, las familias navarras de acogida –incapaces de contener las lágrimas– han dicho adiós a los niños y niñas ucranianos con los que han pasado el verano. Cargados con mochilas casi más grandes que ellos a sus espaldas, los pequeños han subido esta mañana al autobús donde les aguardaba día y medio de viaje para regresar a sus hogares.

Tras el accidente nuclear de Chernóbil, la Organización Mundial de la Salud recomendó que los menores abandonasen la zona por el riesgo que conllevaba permanecer en ella. Así, en 1995 surgió la Asociación Chernóbil Elkartea, una entidad que lleva más de 25 años ejerciendo de refugio para las familias ucranianas, cuya situación “es ahora todavía más complicada por culpa de la guerra”, tal y como describe Mari Carmen Oscáriz, responsable del proyecto.

Para los niños, estos veranos lejos de su tierra no solo significan “unos días de algo tan básico como comida digna”, sino que “son días de paz, sin alarmas, sin avisos. Son días sin miedo”, señala Oscáriz. Además, gracias a esta experiencia se les permite conocer “otro mundo que existe y es posible”, afirma la responsable. 

Este es el tercer verano que Katerina pasa junto a Marimar Navarro y Martín Martínez. En su ciudad natal, Ivankiv, a la pequeña le han arrebatado su infancia. “Ella cuenta que allí tiene que esconderse en búnkeres cuando suenan alarmas y ve aviones de combate pasar”, revela Navarro, quien añade que “además, su padre está sirviendo en la guerra”. Gracias a la labor de este generoso matrimonio, Katerina puede cambiar, al menos durante unos meses, los búnkeres, los aviones y las alarmas por juegos de cartas, viajes a la playa y todo lo que le corresponde vivir como la niña que es.

No obstante, quienes vienen de fuera no son los únicos que se enriquecen de esta experiencia. Idoia, madre de Lucas, ha acogido durante este verano a Ruslán. Casualmente, ambos tienen ocho años y, “aunque se han enfadado de vez en cuando”, admite Idoia, “ambos han aprendido mucho el uno del otro”. Pese a la precariedad del lugar de donde procede Ruslán, “donde escasea hasta el agua”, la convivencia ha sido “preciosa, porque son niños muy agradecidos que lo ponen todo muy sencillo”, relata la madre.

Al dar las 09.00 de la mañana, hora de partida del autobús, las despedidas que parecían querer alargarse hasta el punto de no tener que terminar, han llegado a su fin. El largo viaje hasta Ucrania ha dado comienzo y los diecinueve pequeños han abandonado Navarra, tras unos meses durante los que, como dice Oscáriz, “han podido ser niños”