De manera totalmente inesperada, aunque barruntada, Morante de la Puebla dijo hoy adiós al toreo tras cortarle las dos orejas, con una entrega total, a su segundo toro de la Corrida de la Hispanidad, en la que también se retiró, éste sí con anuncio previo, el madrileño Fernando Robleño, que, con un solo trofeo, no pudo acompañar al sevillano por la Puerta Grande en una tarde para la historia.

Después de actuar y ser testigo en la intensa y elocuente mañana protagonizada por Curro Vázquez y César Rincón en el festival homenaje a Antoñete que él mismo organizó, Morante ya hizo otro guiño al legendario torero madrileño vistiendo el habitual vestido malva y oro que éste utilizaba.

Y, para seguir evidenciando, como los dos maestros, la mejor esencia de la tauromaquia, el sevillano se entregó sin reservas a la verdad y a la trascendencia de este arte de locos. Porque si tuvo que machetear pronto con su reservado y parado primero, de 615 kilos y que brindó a Isabel Díaz Ayuso -y el cuarto a Santiago Abascal- salió ya a darlo todo con el que, solo él podía saberlo, iba a ser el último toro de su carrera.

Le bastó con verle galopar de salida para decidirse a saludarlo con el cambio de rodillas de los Gallo, para después torearle con unas peculiares y apretadas chicuelinas moviendo apenas medio capote, hasta que en una de ellas, de manera repentina, el serio toro de Garcigrande se le cruzó y le volteó seca y aparatosamente, dejándole inerte sobre la arena.

Con la plaza en un silencio conmocionado, los compañeros le levantaron para atenderle junto a la barrera mientras se picaba al toro, dando tiempo a que Morante se recuperara y, sin aparentes lesiones, volviera a la cara, ya con la muleta en la mano y ahora para echar el resto, absolutamente dado a la mayor pureza posible.

Relajado, toreando con las muñecas sueltas y la figura sin tensión alguna, el maestro no dio apenas importancia a los amagos y a los cabezazos defensivos que soltó el toro, que le marcó varias veces la taleguilla pero que acabó imantado y hasta afligido ante los vuelos de su mágica tela, manejados con la mayor pureza, que no fueron largos por el escaso recorrido del toro, pero estuvieron cargados de la más emotiva intensidad y de un asfixiante ajuste.

Fue faena concisa, sin accesorios vanos, y tuvo, como colofón perfecto, el redondo punto final de una estocada de magistral y perfecta ejecución y no menos verdad. Cayeron, pues, las dos orejas, y después de pasearlas en una pausada vuelta al ruedo, Morante se fue a los medios para desprenderse él mismo de añadido, en un momento aún más impresionante, inesperado y demoledor.

Una masa de cientos de jóvenes se echó al ruedo luego para sacarle a hombros en un despliegue de apasionamiento, mientras que, también en volandas, Fernando Robleño se iba por la puerta de cuadrillas, con la plaza dividida en las ovaciones. No pudo irse así el madrileño hacia la calle de Alcalá porque un pinchazo previo a la estocada, su punto flaco de siempre, evitó que también se le concedieran los dos trofeos del quinto.

Fue éste un toro de gran calidad y mucho temple en sus arrancadas al que el otro veterano del cartel toreó con un recreado reposo, en varias tandas de derechazos que desprendieron el temple y el regusto que no le permitieron tantos toros de ganaderías duras como mató a lo largo de sus 25 temporadas como matador.

Si ya había estado fácil y muy por encima del seco y frenado tercero de la tarde, al que también mató mal, Robleño pudo disfrutar al menos de ese buen quinto al que le ligó los pases con un temple y una profundidad que le hicieron tener una merecida despedida aunque opacada en parte por la mala noticia del adiós de Morante.

El tercero del cartel era el joven abulense Sergio Rodríguez, que confirmó la alternativa casi como convidado de piedra en esta tarde de emociones y efemérides. Y en la que, por un ansioso ensimismo y nerviosa falta de sutileza, no dejó fluir las más que buenas arrancadas del toro del doctorado, para luego cumplir el trámite con el desclasado sexto, ya con la plaza entera esperando el agridulce final de la última salida a hombros de Morante.