Cuídate mucho ahí afuera, que la noche es muy cabrona”. Era mi despedida, casi machacona, siempre que nos dábamos un apretón de manos y un abrazo, y nos citábamos para el siguiente entrenamiento. Eran las palabras que dirigía a Carlos Amorín Lamas, “mi sensei”, mi maestro, como le bauticé a las pocas semanas de comenzar a practicar boxeo junto a él, cada vez que abandonaba su compañía. Y su respuesta, con una sonrisa de oreja a oreja, aun siendo muy consciente de que la noche y, sobre todo, la gente que la habita pueden ser muy cabronas, siempre era la misma: “Sí, no te preocupes”.

Sensei, sin embargo, no fue el primer apelativo que me inspiró Carlos, un leonés orgulloso de sus raíces que vino al mundo el 2 de octubre de 1981 y que ya era medio navarro tras haber residido media vida en la Comunidad Foral. Antes de sensei fue “Batman, el justiciero nocturno”, un apodo que despertaba sus carcajadas cada vez que se lo mentaba. Porque Carlos era un hombre de valores firmes, que no toleraba las injusticias y que, trabajando de portero en pubs y discotecas de Pamplona y su comarca, había intervenido en múltiples trifulcas que no iban con él, que ocurrían fuera de los locales que custodiaba y que excedían su competencia. Peleas y agresiones normalmente desiguales en las que mediaba, aunque le fueran ajenas. Pero no podía reprimirse, estaba en su ADN. Un justiciero sin máscara ni capa, que se enfrentó a maleantes de todo pelaje e incluso impidió agresiones sexuales.

No obstante, el nacimiento de su hijo hace 5 años y su crianza le estaban cambiando. Aunque era empleado de Adif, la empresa pública encargada del mantenimiento de las líneas ferroviarias, Carlos seguía trabajando en la noche, en la puta noche, porque un negocio fallido, un gimnasio y centro formativo en el que invirtió sus ahorros y gastó miles de euros antes de la pandemia, le colocó en una posición económica muy complicada. Pero su hijo, al que adoraba y amaba con todas sus fuerzas, había comenzado a hacerle ver la noche de forma distinta, no como un mal necesario, sino como uno que había que evitar.

Por eso, en las semanas anteriores a su trágica muerte, gestionó el reconocimiento de algunas de sus múltiples competencias profesionales, como las de soldador, guía de montaña, etc. Y paralelamente, dedicó sus pocas horas libres a acondicionar con ayuda de amigos, que los tenía a manos llenas, una bajera que había alquilado en Villava que pretendía abrir como centro de ocio y deportivo. Porque en sus planes estaba dejar de trabajar en la noche y cambiar su vida.

Una vida de película

Y es que la vida de Carlos fue de película. A los 14 años, huérfano de padre, se marchó de su casa porque quería ser futbolista. Entre entrenamiento y entrenamiento de boxeo, me contó que siendo un mocoso se metió en muchas peleas, muchas de ellas para defender a otros o para vengar agresiones previas sufridas por terceros. También me confesó que decidió ingresar en el Ejército, porque “quería ser como el Equipo A”, los protagonistas de la serie de televisión de los años 80 que presumían de ser “soldados en busca de fortuna” y que en cada capítulo resolvían injusticias que sufrían personas necesitadas de ayuda. Poco después me contaría, entre asalto y asalto, cuáles eran sus dos trabajos soñados: rescatista y cazarrecompensas, esta última una profesión muy extendida en Estados Unidos que tiene por objetivo llevar a criminales fugitivos ante la Justicia. Lo dicho, un justiciero de película.

Después de cinco años en el Ejército, llegaron el trabajo de escolta (estuvo a cargo de la protección de algún exconsejero del Gobierno de Navarra) y el de portero nocturno. Apodado cariñosamente como Vin Diesel o Vindi por su parecido físico con el actor estadounidense, sufrió numerosas agresiones, incluidas tres fracturas de nariz. También le rompieron vasos en la cabeza y le llegaron a sacar cuchillos. El miedo a represalias hizo que se mudase alguna vez de casa.

Porque Carlos era una persona valiente, noble y generosa, y con mucha cabeza, que recurría a la palabra para sofocar esos fuegos nocturnos a los que se enfrentaba de cara y solo recurría a la fuerza física si era necesario, cuando había que reducir a la persona conflictiva o problemática sin pasar a mayores. Era todo un profesional respetado y respetable, que fundó y presidió Asforp (Asociación Foral de Porteros), y que llevaba años queriendo profesionalizar y dignificar un sector tan mal considerado como el de los porteros nocturnos.

También era un tipo hiperactivo, porque solo veinticuatro horas eran pocas en sus días. No sólo trabajaba de día y de noche, ejercía de padre, paseaba a sus dos perros, practicaba deporte de forma empedernida (ciclismo, natación, carrera, muay thai, boxeo...), me entrenaba (quiso hacerlo gratis y me costó que desistiera) y acondicionaba su futuro centro deportivo, sino que tenía en mente infinidad de sueños, proyectos e ideas que hacer realidad. Como su página web amorinmotivacion.com, en la que ofrecía ayuda desinteresada a personas que atraviesan un mal momento emocional, o escribir algunos libros (un manual para porteros nocturnos y uno de autoayuda para prevenir el suicidio).

Un luchador

Pero Carlos, “mi sensei”, era sobre todo un luchador. Él mismo lo dejaba muy claro en la presentación de su propia página web. “Soy Carlos Amorín y a lo largo de mi vida he perdido muchas cosas: padre, familiares, amigos, pareja, casa, trabajo, etc. Incluso a mi hijo pequeño solo le puedo ver días sueltos hasta que se haga mayor. Pero nunca perdí las ganas de vivir, ni las ganas de seguir luchando. Siempre tuve una razón, una inspiración o motivación para no unirme a mis peores demonios”.

Pero la vida, que a veces es excesivamente cruel, le puso delante demasiadas luchas que librar en poco tiempo. Porque Carlos estuvo dos semanas hospitalizado por una dolencia que le mantuvo como un león enjaulado hasta el jueves anterior al fin de semana en el que sufrió la agresión homicida que acabó con su vida. La reducción de los ingresos económicos por su estancia en el hospital (rechazó cualquier ayuda), junto a la vuelta necesaria a la rutina, le empujaron a trabajar ese fatídico domingo en la discoteca de Villava, ese maldito día en el que la noche fue demasiado cabrona, incluso para él, en la que un malnacido lo mató ruinmente. 

Te echaré mucho de menos, sensei.