En las fiestas navideñas se prepara la mesa con un cuidado casi ceremonial. Se eligen los manteles reservados para las grandes ocasiones, se calculan los tiempos del horno, se afinan los menús durante días. Sin embargo, el vino en Navidad –ese invitado silencioso que acompaña toda la velada– sigue siendo, año tras año, víctima de los mismos descuidos. No suelen ser errores graves, sino pequeñas torpezas acumuladas que terminan por deslucir botellas pensadas para brillar precisamente en estas fechas. Porque el vino, como la Navidad, también vive de los detalles.
Uno de los fallos más habituales es la impaciencia. La botella “especial” se abre demasiado pronto, casi como un gesto de tranquilidad: por si luego no hay tiempo, por si se alarga el aperitivo, por si se olvida en la cocina. Cuando llega el plato principal, el vino ha perdido ya frescura, temperatura o vivacidad. A ello se suman los errores de servicio: tintos demasiado calientes, blancos excesivamente fríos hasta anestesiar sus aromas. El invierno engaña. El calor de la casa distorsiona los grados y el hielo, que parece solución rápida, termina por apagar el carácter del vino.
Lo cómodo
La búsqueda de la comodidad propicia otro clásico: un mismo vino para todo el menú. Aperitivo, pescado, carne y sobremesa desfilan acompañados por una única botella que ni molesta ni emociona. La Navidad, con su sucesión de platos y cambios de ritmo, pide también una cierta variedad en la copa. No se trata de desplegar una bodega completa, sino de aceptar que cada momento de la mesa reclama su propio lenguaje.
El vino como regalo tampoco está exento de errores. Se regala muchas veces por marca, por estatus o por reputación, sin tener en cuenta los gustos reales de quien lo recibe. Hay grandes reservas solemnes que acaban olvidados en un armario porque la persona prefiere vinos jóvenes, ligeros o blancos. El vino exige un conocimiento mínimo del otro: más que un objeto de prestigio, es un obsequio de afinidad.
A todo ello se suma la mala guarda doméstica. Botellas cerca de la calefacción, en cocinas demasiado cálidas o junto al horno son escenas frecuentes en diciembre. Muchas veces el vino llega a la mesa cansado o alterado no por culpa de la bodega, sino por una custodia inadecuada. El vino necesita sombra, quietud y una temperatura estable, incluso en hogares modestos y durante periodos breves.
Sin embargo, la Navidad también es tiempo de excesos líquidos. Vermú, cava, blanco, tinto, licor, copa final. El problema no reside tanto en la cantidad como en la velocidad del cambio. El paladar se satura, los sabores se mezclan sin orden y el vino termina formando parte de un murmullo indistinto, sin matices ni memoria.
Por otro lado, persiste, además, la creencia de que el precio garantiza el disfrute. Se abre una botella cara con la expectativa de una revelación automática. Pero el vino no responde a una jerarquía económica, sino a un contexto: la temperatura, el plato, la compañía, el momento. Un vino modesto, bien servido y en el ambiente adecuado, puede resultar inolvidable; uno exclusivo, mal acompañado, pasa sin dejar rastro.
Entre protocolos improvisados, copas mal elegidas y prisas de cocina, se olvida con frecuencia que el vino también necesita tiempo. Oxígeno, pausa, conversación. No está hecho para beberse a la carrera, sino para acompañar ese tramo lento de la comida donde las voces se cruzan y la sobremesa se estira.
Tal vez el mayor error con el vino en Navidad sea convertirlo en una fuente más de tensión cuando debería ser todo lo contrario. Cuidarlo no exige grandes conocimientos, solo atención. Una buena copa no cambia la noche, pero sí puede cambiar el recuerdo que quedará de ella. Y en estas fechas, cuando todo se exagera –las luces, los platos, las emociones–, el vino también merece ser tratado con un poco de delicadeza. Y con el protagonismo que, durante todo este tiempo, se ha ido ganando a pulso.