Dice la Biblia que la reina de Saba quiso conocer al rey Salomón atraída por la fama de sabio que éste tenía en todo el próximo Oriente. El país de esta mujer se suele situar entre Etiopía y Yemen, por lo que todo hace pensar que satisfacer su curiosidad le salió caro, dado que el trayecto fue largo y complicado por la gran cantidad de presentes que le llevó: especias, ricos telares, oro y piedras preciosas.

Ignoro si antes de recibir a esta enigmática mujer, Salomón ya tenía una fortuna consolidada o fue ella la que le aconsejó que la sabiduría estaba bien, pero mejor con riquezas. Lo cierto es que a partir de ese momento surge una leyenda en torno al rey judío que aún perdura: ¿existieron realmente las minas que supuestamente llenaron las arcas del monarca? Si es así, ¿dónde estaban? ¿En Palestina o en Saba?

La leyenda en torno a las minas del rey Salomón debe mucho a Karl Gottlieb Mauch, un explorador alemán nacido en 1837, hijo de un humilde carpintero. Desde niño sintió una especial atracción por cuanto se refería al rey judío. Le fascinaba su encuentro con la reina de Saba y, cómo no, los fabulosos tesoros que ambos tenían. Estudió los relatos de los descubridores portugueses de África, porque algo le decía que aquella misteriosa mujer procedía del continente negro.

De esta forma llegó al convencimiento de que el puerto de Ophir, donde algunas leyendas aseguraban que se cargaban y descargaban los barcos de Salomón, correspondía al actual Sofala, frente a Madagascar. Mauch, decidido a seguir su instinto, ofreció el relato de la aventura a varias publicaciones, pero no interesó, por lo que se puso a estudiar Magisterio para costearse el viaje por su cuenta. Es más, en ese tiempo estudió inglés, francés y árabe.

Tenía 26 años cuando ya consideró que estaba preparado, física y documentalmente, para emprender la odisea. Desembarcó en Durban, Sudáfrica, y en solitario se internó tierra adentro siguiendo su propio impulso. De esta forma llegó a descubrir varios yacimientos de oro que, en su difusión, provocó una de las primeras fiebres auríferas del continente. Esto le confirmó que iba por buen camino y que todas las riquezas del rey Salomón podían haber salido de aquella zona.

Incomprendido

Incomprendido

Infatigable, durante tres años rastreó la zona comprendida entre los ríos Limpopo y Zambeze. Su objetivo no era el oro, sino la localización del mítico reino de Saba. El 5 de setiembre de 1871 descubrió una ciudad amurallada y abandonada en pleno desierto. Por su estructura creyó que había culminado su sueño, de forma que, cuando regresó a Alemania, lanzó las campanas al vuelo, creando gran expectación.

Sin embargo, los científicos de la época trataron de ridiculizarle al señalar que un joven, sin la preparación que ellos tenían, no podía haber hecho aquellos descubrimientos, algunos de los cuales rompían ideas preconcebidas. La obra de Mauch quedó reducida a la publicación de algunos artículos y poco más. Sus diarios no vieron la luz hasta el año 1960.

El hombre que había dedicado toda su vida a la localización de las minas del rey Salomón se dio a la bebida. Tenía 37 años y estaba derrotado. Se refugió en un hotel de Stuttgart. El 4 de abril de 1875 su cuerpo cayó por la ventana de su habitación en un tercer piso. Unos dijeron que se precipitó en pleno delirio. Otros, sin el delirio. Murió como consecuencia de las heridas.

El triunfo de un soldado

Por aquel entonces -finales del siglo XIX- el continente africano seguía siendo la gran incógnita que motivaba un sinfín de leyendas. Realmente, lo que Karl Mauch había hecho era reavivar el tema, ponerlo de moda, de forma que, a partir de él, surgieron muchos interesados en seguir sus pasos aventureros y literarios.

Aprovechando la curiosidad sembrada por los datos aportados por el explorador alemán y su propia experiencia como soldado, Henry Rider Haggard escribió en 1882, con 26 años, la primera novela en inglés ambientada en África, Las minas del rey Salomón, rechazada inicialmente por varias editoriales y que se convertiría en uno de los más grandes éxitos literarios del momento. En ella aparecía por primera vez el personaje de Allan Quatermain, aventurero nato que para el autor era su otro yo, y al que le utilizaría de nuevo en otras novelas.

Aquella novela, escrita en menos de un mes, nos sitúa en la piel de un hombre que lucha contra las tribus hostiles y la inclemencia de la selva africana buscando al hermano de un explorador y, de paso, tratando de localizar la fuente de la riqueza del monarca judío. Añadan a esto ataques de animales feroces, bailes rituales y el exotismo de un paisaje desconocido y tendrán la fórmula ideal del éxito internacional.

El triunfo de aquella novela avivó el interés por África, un continente desconocido del que los soldados que participaban en su colonización hablaban y no paraban del exotismo y riesgo de sus regiones. En los corrillos de la alta sociedad británica no se hablaba de otra cosa y quién más quién menos contaba relatos de familiares que habían hecho su servicio militar en aquellas tierras. Todos querían participar en la aventura africana, hasta el punto de que se pusieron de moda los viajes al continente negro en plan explorador aficionado, cazador o simple aficionado a los safaris.

Surgieron también sistemas de exploración mucho más sofisticados que los utilizados por Mauch, que demostraron que la preparación científica del alemán no era suficiente y que algunas de sus teorías eran meras apreciaciones personales carentes de rigor. Uno de los investigadores que menos crédito le dio fue el egiptólogo inglés Randall MacIver, considerado uno de los primeros analistas de las primitivas etnias de Zimbabwe.

MacIver demostró que la ciudad descubierta por Mauch ni la habían construido los fenicios ni pertenecía al reino de Saba, sino que había sido levantada por una tribu cuya hegemonía había decaído con el paso de los siglos. La oportunidad de esta teoría le sirvió al arqueólogo para que en la Segunda Guerra Mundial fuera designado como uno de los Monuments Men, aquel grupo de soldados aliados cualificados que se encargó de salvar obras de arte de su destrucción a manos de los nazis.

¿Oro o cobre?

Ni el aficionado Mauch ni los profesionales posteriores han dado con las fabulosas minas. De nada ha servido la intuición ni los sofisticados sistemas utilizados en su localización. Sin embargo, la búsqueda continúa a pesar de que no hay indicio alguno para determinar su ubicación. Todo son suposiciones basadas en el relato bíblico que asegura que Salomón, además de sabio, estaba en posesión de una gran riqueza. Es uno de los pasajes más parcos en descripciones y más abundante en morbo, motivos suficientes para que el turismo internacional plantee excursiones a distintos puntos relacionados con el rey judío y su fantástico tesoro, en algunos de los cuales se llevan a cabo excavaciones aún infructuosas.

El desierto de Neguev, al sur de Israel, pasa por ser uno de los lugares candidatos a guardar el secreto de las míticas minas. No es un desierto de arena al estilo del Sahara tradicional, sino de rocas, lo que da pie a la formación de curiosas figuras pétreas por efecto de la erosión eólica. Un paisaje, en suma, que ayuda a acrecentar aún más el interés de los buscadores de la ruta salomónica.

En este agreste suelo se encuentran algunas de las ciudades nabateas que tuvieron su importancia estratégica cuando Petra estaba en pleno apogeo. La principal de ellas es Beersheba, situada en el camino de Eilat, un puerto del Mar Rojo con playas de coral que pasa por ser el Benidorm de la zona. Las rutas turísticas empujan al visitante hacia el pueblo de Timna, donde juran y perjuran que estuvieron allí las dichosas minas, pero sin documentación fiable alguna.

En realidad, el suelo de Timna fue muy horadado en la antigüedad para la extracción de cobre. Al parecer, estas minas ya eran conocidas y codiciadas por los egipcios 1.400 años antes de Cristo, según se informa en el Parque Nacional que se ha montado en el lugar. Mediante vídeos y diagramas podemos ver cómo se llevaban a cabo aquellas extracciones de un metal que, en aquella época, tenía una singular importancia. ¿Y si el tesoro de Salomón era de cobre y no de oro?

¡Salomón vive!

¡Salomón vive!

En las proximidades de un lago artificial inmediato a Timna hay parada obligada para que los turistas aprecien una muralla natural en toda su solemnidad, en la que sobresalen dos macizos que asemejan las torres de un gran castillo. El espectáculo merece la pena, aunque las explicaciones que se dan resulten sospechosas. Se las denomina Columnas del Rey Salomón para aprovechar la curiosidad turística, de la misma manera que en la mezquita de Al-Aqsa se muestran los Establos de Salomón y al sur de Belén los Estanques de Salomón.

"Salomón y la reina de Saba siguen teniendo tirón, aunque se sepa muy poco de ellos. Forman parte de una leyenda y existe curiosidad por conocer el suelo que pisaron", dice un turoperador. El rey judío ordenó la construcción del famoso templo de Jerusalén y su forma de administrar justicia ha sobrepasado las páginas de los libros. Ella debió ser una mujer que se sintió atraída por los comentarios que se hacían del soberano en sus tiempos y, además de querer conocerle, le llevó todo un tesoro que fue a sumarse al que ya poseía el judío.

Las excavaciones que se están llevando a cabo en Aksum presumen de ser las mejor encaminadas a la determinación de que en su suelo estuvo el reino de Saba. Se trata de una ciudad sagrada, meta de muchas peregrinaciones por tratarse de la capital de la Etiopía ortodoxa. Estos estudios arqueológicos no son nuevos. En 1980, Aksum fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Sin embargo, el fruto de las investigaciones aún está en el árbol.

UNAS MINAS DE CINE

La versión cinematográfica más clásica de 'Las minas del rey Salomón' es la que hizo MGM en 1950 con Stewart Granger y Deborah Kerr como protagonistas. Anteriormente, en 1937, se hizo otra encabezada por Paul Robeson, el actor negro de impresionante voz que tuvo problemas con el franquismo porque apoyó al bando republicano en la guerra civil. El tema tuvo también una parodia a cargo de los cómicos Abbott y Costello. De la versión de Sharon Stone, mejor no hablar.

Sharon Stone y Richard Chamberlain en una escena de 'Las minas del Rey Salomón'