Hay una prisa tremenda. Con todo. Y por saber la verdad. O por lanzar hipótesis que no tienen por qué ser la verdad. Pasó con los niños decapitados, pasó con la autoría del bombardeo del Hospital de Gaza, pasó con la trágica muerte del chaval cordobés. En todos los casos se ofrecen como verdades relatos sobre hechos que todavía son tan recientes que no hay manera de conocer la verdad de los mismos y se hace con tal vehemencia que para cuando unas horas o días más tarde aparecen las pruebas irrefutables de que algo ha sido así el gran público ya tenemos tan metida en la memoria la primera versión leída u oída que nos cuesta cambiar de tercio o directamente no cambiamos.

Quizá nunca sepamos quién bombardeó el Hospital de Gaza, como seguro que quizá nunca sepamos la verdad sobre buena parte de lo que ocurre en las guerras, sea ésta, la de Ucrania o cualesquiera otra. Hay demasiados intereses en juego, demasiadas posturas –por supuesto también periodísticas– decantadas hacia un bando desde el comienzo y demasiado seguidismo de lo que nos apetece más leer u oír. No nos gusta leer que los nuestros, o aquellos con los que compartimos más –o aquellos que nos disgustan menos, que no nos tienen por qué gustar ningunos– han hecho tal salvajada o tal otra. Nos provoca rechazo la idea, así que buscamos teorías que respalden lo contrario, aunque sean incluso inverosímiles. Porque sabemos que a veces y más en esos contextos lo inverosímil es posible, así que qué más queremos. Luego puede que finalmente tengamos que aceptar que algo no era efectivamente como creíamos que era o como queríamos creer que era. Pero nos cuidaremos muy mucho de reconocerlo en público. Por si te tachan de esto. O de lo contrario. Que era lo opuesto de lo que te tachaban cuando defendías la primera versión. ¿Polarización se llama esto? Yo creo que es más bien vagancia moral. Y un poco de miseria moral también.