Hubo hace unos pocos días incidentes en la procesión de las fiestas de Zizur, con gritos a diferentes concejales de determinados partidos políticos, de la misma manera que hubo incidentes en la procesión de los concejales de Pamplona en los sanfermines de hace unos meses, con una primera condena exagerada revisada y ahora unas multas que pareciera –al menos desde fuera– que son muy altas para la gravedad de lo acontecido. Sin embargo, más allá de eso y de que en toda ecuación en la que se reúnen incidentes, cuerpo policial y justicia suele haber desmanes por casi todas o todas partes, a mí lo que me llama la atención es el impulso humano de irte a una procesión –o una procesión que te pasa por delante, viene la procesión donde tú estás– y dedicarte a poner a parir al personal de turno que te cae mal o que directamente te cae como el culo. Hablo de cuando la acción es así, casi no pensada, no de cuando es un acto organizado con claras intenciones detrás. No termino de entender qué clase de objetivo se busca, qué clase de consuelo ofrece insultar a un concejal o qué bulle en esas cabezas, puesto que si bien es comprensible estar en contra de miles de decisiones y abusos no parece lo más práctico tirar por el carril de en medio cuando precisamente además el carril de en medio viene muy bien a los increpados para continuar justificando un montón de situaciones que se dan en el día a día de las miles de historias que suceden en las ciudades. No sé, es cuando menos triste contemplar esta clase de algaradas, bajo las que, insisto, en según qué casos pueden latir razones de queja muy fundadas pero que a fuerza de convertirse en un evento cercano a la violencia y en absoluto constructivo acaban derivando prácticamente en tradiciones idiotas y peligrosas, que las hay, como parece ser el caso del paso por Curia en San Fermín. Decía que da pena. También da una pereza profunda.