Andrea Pérez Méndez solo tiene 41 años y espera su décimo hijo. Un niño que no conocerá a su padre, Martín Santiz, porque un grupo paramilitar, que dispara desde la vecina comunidad de Santa Martha, lo mató el 12 de diciembre cuando caminaba al cafetal.

Es solo una de las viudas de familias desplazadas forzadas en Magdalena-Aldama, una colonia de indígenas maya tsotsil en los Altos de Chiapas, en México. En la casa prestada donde ahora se refugian -una construcción de bloque de cemento y techo de chapa- sobrevive entre muchas dificultades con sus nueve hijos. En las dos pequeñas estancias, un banco, unas cuantas sillas viejas, dos colchones y unas pocas gallinas. Eso es todo.

Desde que quemaran su casa con las pertenencias y mataran al cabeza de familia, el abandono de los Ruiz es total. “Nuestra vida ahora es mucho más dura que antes. No sé cómo ayudar a mis hermanitos y a mi mamá. Busco trabajo cada día, cargo leña, estoy a lo que salga”, explica Víctor Ruiz, de 21 años, el primogénito de Andrea. “Nadie nos presta ayuda ni se preocupa por la situación en la que estamos, solo llega un poco de maíz de Protección Civil. Ni siquiera puedo cultivar la pequeña parcela junto a la casa, porque nos disparan. Además, el café aquí tiene roya y no tengo dinero para pagar tratamiento”, se lamenta Víctor.

Esta desesperada situación afecta a más de dos mil personas de esta colonia y es consecuencia del “robo” de las 60 hectáreas de terreno que suponía buena parte del sustento de los 115 comuneros de Magdalena-Aldama.

Desde la comunidad vecina de Santa Martha (municipio de Chenalhó) comenzaron en 2014 acciones para arrebatarles estas tierras que pertenecen a Aldama ancestralmente.

En 2016 las agresiones del grupo invasor pasaron a más, cortándoles los frutales, las cosechas de café parcela a parcela y despojando de sus hogares -con machetes y armas de fuego- a siete familias (52 personas) que vivían en la ribera del río que separa las dos comunidades. A partir de ahí, los ataques armados fueron obligando a 2.036 personas a huir de sus casas y esconderse.

Aunque a finales de 2018 una parte volvieron a sus hogares -a pesar del riesgo que corren-, la mayoría están alojados en casas de familiares o prestadas, pero la inseguridad es total. Las familias desplazadas viven sin apenas poder salir de la casa, porque de la otra orilla del río, desde las trincheras que han establecido los agresores en Santa Martha, disparan con armas largas y munición de alto calibre a cualquier hora del día o la noche.

“Tenemos mucho miedo de que los niños salgan a jugar afuera, tampoco podemos caminar por los lindes de los campos porque nos hacen emboscadas y nos disparan. Solo ahorita nos atrevemos a salir un poco desde que llegó hace dos meses la BOM (Brigada Operativa Mixta de Policía y Ejército)”, explica Víctor Ruiz con su escaso castellano.

Los agresores han cambiado de táctica. Ya no les ven pero se apuestan en puntos escondidos y disparan a lo que se mueva, explica. “La Policía nunca aprende a nadie”, dice.

A Ignacio Pérez Jiménez, de 23 años, le dispararon en el camino el pasado 14 de enero. Tuvieron que operarle de la rodilla y desde entonces está inmovilizado en su camastro, dentro de una oscura cabaña de madera y ramas donde se refugian varios miembros de la familia, entre ellos varios niños, su esposa y su hijita de solo tres meses a las que no puede alimentar. “Estoy furioso porque no puedo trabajar y porque las autoridades no hacen nada para solucionar este problema que tenemos. Nos disparan, nos matan y a nadie le preocupa. Ni siquiera representantes de la municipalidad han venido a ver qué nos está pasando”, dice en su lengua natal, que una joven del poblado traduce.

En la casa de al lado, su abuela, Rosa Hernández, de 67 años, está postrada en el piso. No tiene ni un colchón donde recuperarse del balazo que recibió en el hombro hace un mes cuando buscaba leña con su hijo y su nieta. “La bala salió de entre los árboles, no la vimos, pero la escuchamos. Pasó un rato hasta que me di cuenta de que había alcanzado a mi mamá. Dejé a mi hijita en el suelo y bajé corriendo, pero ella seguía ahí en pie, herida pero sin moverse, cuenta Lorenzo Pérez, tío de Ignacio.

En la comunidad de Cotzilnam, Marisela Santiz se ha quedado viuda a sus 17 años con un bebé. Rosa Hernández, de 33, hace menos de un año que en un solo día perdió a su esposo y dos hijos -de 11 y 17 años - en una emboscada cuando iban a trabajar al maíz. A su lado, Apolonia Santiz, de 54 años, aún lleva dentro de su pómulo la bala de calibre 22 que le dispararon y que no han podido extraer. Le causa gran dolor.

El último herido ha sido el pequeño Santos Armando, de solo tres años, que el pasado 24 de marzo recibió un balazo cuando estaba dentro de la casa con su familia en Tabak. Los proyectiles, de grueso calibre y largo alcance, atravesaron las maderas de la casa hiriendo al pequeño.

“Llevamos casi un año de agresiones día y noche, los ataques con ráfagas son muy fuertes, lo que nos indica que quienes disparan tienen armas potentes y caras”, comenta Cristóbal Santiz, portavoz de los desplazados. “Sabemos que la expresidenta de Chinalhó, Rosa Pérez, está detrás de este grupo paramilitar que ella misma armó para atacar inesperadamente Chalchihuitán en 2017 por el mismo problema agrario -pero en este caso fueron 365 hectáreas las que invadieron-, desplazando a más de 5.000 personas. Ese mismo grupo armado es el que ahora nos está atacando en Aldama, y son ya cinco muertos y un numero significativo de hombres, mujeres y niños heridos de bala”, denuncia Santiz.

imposición El pasado 23 de enero se instaló el operativo de Policía Estatal Preventiva en la comunidad de Cokó con patrullas militares que rondan los caminos. Este dispositivo fue una condición impuesta del actual Secretario de Gobierno de Chiapas, Ismael Brito Mazariegos, a cambio de que el gobierno estatal enviara ayuda humanitaria básica y comenzara a trabajar en una solución. “Al principio llegó algo de ayuda, pero ya se terminó”, comenta el joven Víctor Ruiz.

La situación de las familias es tan crítica que los desplazados no rechazaron esta imposición a pesar de que estas comunidades coexisten con bases organizadas de apoyo al Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) que rechazan la presencia de fuerzas militares federales o policiales. Esta situación incrementa a el temor a que el terror y la violencia paramilitar se extienda y se profundice generando un alto riesgo de masacres generalizadas en los Altos de Chiapas.

“Estamos 19 policías apostados de forma permanente en este campamento. Hemos reportado ataques armados en estos días, pero cuando localizamos de dónde disparan y acudimos allá, los autores ya han escapado”, cuenta el agente estatal Santos tras el muro de sacos de arena y piedras que han levantado a lo largo de la franja de tierra boscosa y de cultivo que les separa de Santa Martha. Para los desplazados, la presencia policial no garantiza la seguridad porque siguen sin poder transitar sus tierras, ni acercarse a los campos a trabajarlos.

Los desplazados internos demandan que el gobierno actúe y han solicitado por escrito al nuevo ejecutivo federal de López Obrador que se impulse una mesa de diálogo entre los representantes del municipio de Chenalhó, los de Aldama y autoridades estatales y federales competentes. “La base de operaciones mixta ya se ha instalado como condición para darnos una solución, pero el silencio institucional sigue siendo total a día de hoy”, lamenta Cristóbal Santiz, la voz de los desplazados.

La escuela de primaria en Cokó ha sido acribillada a balazos en varias ocasiones y hace semanas que está cerrada porque los maestros no acuden debido a la inseguridad. Esto provoca que los padres hayan perdido las escasas ayudas escolares, condicionadas a la asistencia continuada de los niños. Lo mismo ocurre con los servicios de salud, con los que ya no cuentan.

La paralización de la vida cotidiana está generando que las mujeres y los niños no salgan de casa, hay escasez de agua para mantener la mínima higiene de las familias y no se puede recoger las cosechas debido a los disparos. Todo ello ha generado una crisis humanitaria empeorada por la omisión e inacción del gobierno de Chiapas.

Entre tanto, siguen sin respuesta las exigencias de atención integral a los miles de desplazados (60% niños), de salud, alimento, saneamiento, educación y cobijo. Nada se ha hecho para desarmar a los agresores ni para devolver las hectáreas para su cultivo a los comuneros. “Tenemos un documento que nos da la legitimidad sobre estos campos y alguien debe hacer que se cumpla el acuerdo, pero lo que estamos recibiendo a cambio es justo lo contrario. Están incriminando a nuestra comunidad”, denuncia el portavoz de las familias. Y es que tanto Cristóbal Santiz como otras tres personas más han recibido orden de detención por parte de la Fiscalía de Chiapas acusados de ser representantes de los comuneros y defender los derechos humanos de estas familias.

“Silencio total... Da miedo. El silencio dice muchas cosas, no se sabe si se está encaminando o no a una solución. ¿Qué está pasando allá arriba? ¿Qué planean? ¿O ya nos dejaron a nuestra suerte? Hay que estar prevenidos”, advierten los jóvenes tsotsiles Voz y Vida de Nuestro Pueblo.