El 4 de septiembre, el puertorriqueño Juan Meléndez, sumó 17 años, 8 meses y 1 día consecutivos de libertad y lo celebró con una fiesta. “Soy el hombre más afortunado del mundo, puedo celebrar bastantes cumpleaños”, comparte antes de estallar en carcajadas. Aquel día cumplió fuera tanto tiempo como el que había pasado entre rejas por asesinato. 17 años, 8 meses y 1 día atrapado por “una pesadilla de la que quieres despertar y no puedes”. Casi 6.500 días “contados uno a uno, mi hermano”, hasta que atravesó las puertas de la prisión y besó la tierra dándole gracias a Dios “por poder salir de ese infierno”. En 1984 fue condenado a la silla eléctrica por un crimen que no había cometido.

Juan Meléndez, de 68 años, afirma que en prisión “hay mucha gente inocente”. Es imposible determinar cuánta, pero hay investigaciones que aseguran que son cientos de miles de personas. Lo cierto es que, desde el año 1989, más de 2.500 presos han sido exonerados en los Estados Unidos. Son datos del Registro Nacional de Exoneraciones, un proyecto gestionado por tres universidades del país. Suman más de 22.300 años de privación de libertad. Casi 9 de media por persona.

En el caso de Damon Thibodeaux fueron 15. Nacido en Nueva Orleans en 1974, tenía 22 años cuando fue condenado a muerte por violar y asesinar en julio de 1996 a su prima Crystal Champagne, de 14. Confesó algo que no hizo. “Llevaba despierto 36 horas y me interrogaron durante 9. El cuerpo no puede soportar tanto”. Confesó doblegado por la presión. La mentira y la manipulación psicológica de un detenido es legal en Estados Unidos. Su falso testimonio pesó más que la falta de evidencias. El análisis forense concluyó que Crystal no fue violada. También que no había muerto de la forma en que Damon había confesado. No importó. Pasó los siguientes 15 años de su vida esperando la ejecución. 23 horas diarias en una celda de aislamiento.

“La política predomina sobre la justicia”

En 1989 fue la primera vez en que una prueba de ADN facilitó la libertad de un preso en Estados Unidos. Desde entonces, el Innocence Project, una organización de asesoría legal sin ánimo de lucro, contabiliza 367 casos. Entre ellos, el de Damon Thibodeaux. Sus abogados lograron que el fiscal aceptara una nueva investigación. Cinco años después, “llegó a la conclusión de que yo no era quien lo había hecho”. Casi un milagro. Cuando ya hay sentencia, los fiscales no son amigos de revisar los casos. “La política predomina sobre la justicia en el sistema judicial”, lamenta Thibodeaux.

“Hay muy poca voluntad para deshacer los errores”, explica Marc Howard, profesor de Derecho en la Universidad de Georgetown, en Washington. “Policías y fiscales tienen muchísimo poder”, apunta. “Lo que quieren es ganar y para los fiscales la condena es una victoria”. Un caso reabierto puede poner en riesgo la reelección de un fiscal del distrito o mancillar el prestigio de un juez. “Nadie quiere ver esa condena anulada”, señala el académico. Howard lo sabe bien. Su amigo de la infancia, Marty Tankleff, sufrió injustamente 17 años en la cárcel sentenciado por el asesinato de sus padres. Ahora dirigen juntos un curso en Georgetown para ayudar a condenados de los que hay indicios de su inocencia. Sus alumnos consiguieron en 2018 la prueba clave que devolvió la libertad a un hombre que llevaba 27 años entre rejas.

Contar con pruebas de ADN, como en el caso de Damon Thibodeaux, es casi definitivo pero, tal y como señala Marc Howard, están disponibles en “menos del 10% de los casos criminales”. Además, una inmensa mayoría se resuelven sin llegar a juicio. Los abogados tienden a recomendar a sus clientes que acepten llegar a un acuerdo. “Muchos inocentes lo hacen”, explica el profesor. 5 años con un acuerdo pueden ser 30 si los determina un juez. “Es una decisión terrible. Ni siquiera es algo que realmente pueden elegir”, defiende Howard.

En 1984, cuando Juan Meléndez fue condenado, todavía no se había generalizado el uso del ADN. Fue víctima de una falsa confesión y de la ocultación de pruebas del fiscal. Arrestaron e interrogaron a un amigo suyo y, según recuerda, “lo amenazaron con la silla eléctrica” hasta que consiguieron que confesara haberle llevado al lugar del crimen. El asesinato tuvo lugar en Florida, donde Juan trabajaba como temporero recogiendo fruta, y la víctima, un hombre llamado Delbert Baker, “fue degollada y le metieron tres tiros”. 16 años después supo que el fiscal tenía la confesión del auténtico culpable (que murió hace años por disparos de la policía) y que la tenía desde antes del juicio. “La ocultó porque había metido la pata. No iba a echarse para atrás, y menos por un boricua”, dispara Meléndez.

Empezar una nueva vida

Aunque se recupere la libertad, más allá del tiempo es mucho lo que se pierde en el camino. “Cuando se pasa tanto tiempo encerrado, no se crea que uno va a salir muy bien de allí”, admite Juan. No olvida cómo las luces de la prisión titilaban cuando se activaba la silla eléctrica para ejecutar a un preso ni el sonido que lo acompañaba. “Le juro que todavía está en mi mente”, reconoce. El sonido de “los 2010 voltios que necesitaban para poder matar”. Estuvo a punto de suicidarse, pero también recuerda con cariño cómo “los peores de los peores, aquellos a los que los fiscales llaman monstruos, me enseñaron a leer, escribir y hablar en inglés”.

Damon Thibodeaux tomó la decisión de alejarse de Nueva Orleans e irse lejos. Al norte, al estado de Minnesota. “Si te quedas en el lugar de los hechos, vas a tener siempre un estigma asociado”, reconoce Thibodeaux. 7 años después de salir de prisión, le sigue resultando difícil “estar rodeado de una multitud, relacionarte con personas, y esas eran cosas que antes me resultaban sencillas”. Quizá por ello eligió ser camionero. “Estoy acostumbrado a la soledad”. La investigación por el asesinato de su prima sigue abierto.