ladimir Putin, espía de profesión y mandamás de vocación, rige ininterrumpidamente los destinos de Rusia desde 1999. Y lo ha logrado porque entre sus talentos destaca por encima de todos un sólido realismo; sabe tanto lo que pueden él en Rusia y Rusia en el mundo al tiempo que conoce la constelación de poderes en el resto del mundo.

Y este realismo le ha llevado a declarar desde principios de su mandato la producción de alimentos prioridad política nº 1 del país. Parece obvio, pero en Rusia no se persiguió nunca eficazmente eso pese a que es de dominio público que la mayoría de las revoluciones en el mundo comenzaron con una hambruna y las crisis alimentarias han sido un problema endémico en todas las Rusias, desde la medieval hasta la soviética. Y está en un tris de serlo también en la actual.

Porque el año pasado en Rusia el precio del azúcar subió un 70%; el del aceite de girasol, un 24% y el de los farináceos, un 10%. Es decir, que el ciudadano medio ruso gastó el años pasado el 40% de todos sus ingresos en alimentarse. Eso es cuatro veces más de la partida destinada por un estadounidense a la comida.

Lo grave es que esa aguda escasez de alimentos no es un problema del momento sino una plaga recurrente en la historia del país. Solo el siglo pasado se registraron hambrunas en 1917, 1920, 1930, 1940 y casi una en 1979, cuando los EEUU castigaron la invasión soviética del Afganistán con un embargo de las exportaciones de cereales y otros alimentos básicos a la URSS.

Esto no es ninguna novedad, pero Putin ha sido el primer mandatario ruso que ha tratado seria y metódicamente de resolver el tema. Y casi lo ha conseguido. Ahora, con un parche económico limitando los precios de los alimentos básicos; y desde el 2000, poniendo como meta prioritaria del Gobierno que la agricultura rusa produzca el 95% de los cereales y patatas que consume; el 90% de los lácteos y el 80% cárnicos y azúcares. Ese empeño se vio recompensado -por ejemplo- ya en el 2010, cuando Moscú resolvió la crisis de una gran sequera reduciendo simplemente las exportaciones de alimentos.

El punto flaco del empeño de Putin en alcanzar una autarquía alimenticia absoluta son los costes. La agricultura es una de las actividades económicas que requiere mayores inversiones de capital (tanto en inversiones directas cómo en infraestructuras nacionales) y si esto se hace fuera del mercado -es decir, sin competencia- lo más probable es que los precios se disparen€ cómo ahora en Rusia, a pesar de que es uno de los mayores exportadores de grano y carne.

La solución parece evidente: abrir el mercado a las importaciones. Pero esto es políticamente imposible por ahora ya que uno de los timbres de gloria del régimen es haber contrarrestado con éxito las sanciones que impuso Occidente a Rusia en el 2014 con unas contrasanciones, prohibiendo la importación de alimentos occidentales.