ichael Wines escribió un artículo para el Chicago Tribune en 2002. En el curso de unas obras en una base militar soviética de Vilnius desenterraron un espeluznante rincón de la memoria histórica europea: una fosa común. Pensaron que aquel horror era obra de los servicios secretos soviéticos, pero no era así. Se trataba de los restos de unos 7.000 soldados napoleónicos. Hoy sabemos que eran muchos más: unos 20.000 hombres murieron en Vilnius en 1812 de hipotermia, hambre y tifus.

La campaña de Rusia fue una masacre. Napoleón emprendió su marcha con algo más de 600.000 hombres y a su llegada a París el ejército no contaba con más de 20.000. Las estimaciones más conservadoras indican que aquella operación militar de 174 días costó la vida de entre 600.000 y un millón de seres humanos: una media de entre 3.500 y 6.000 muertos diarios.

En su huida, Napoleón abandonó a sus hombres en Vilnius la noche del 5 de diciembre. Ordenó a Joachim Murat que cubriera su retirada, pero malnutridos, mal vestidos y mal equipados, los hombres ni tan siquiera eran capaces de vencer al frío; tan sólo podían recostarse y esperar a la muerte. Tras proclamar "no voy a quedar atrapado en este orinal", Murat abandonó a sus hombres cinco días más tarde.

Los monasterios de Vilnius, improvisados hospitales, carecían de medicinas, alimentos y ropa de abrigo. El general Robert Wilson vio en uno de ellos "miles de cuerpos esparcidos por todas partes... las ventanas rotas y las paredes rellenas de pies, piernas, brazos, manos... encajadas en las aberturas" para proteger del frío a los que aún vivían. El conde Rochechouart hizo todo lo posible para evitar que los rusos arrojasen a los supervivientes por las ventanas. Ernst Moritz Arndt vio los cuerpos, congelados, amontonados en pilas de hasta tres pisos de altura en enero de 1813.

Los rusos intentaron incinerar los cadáveres, pero la humedad y el frío hacían la operación muy costosa; algunos fueron arrojados al río Vilnia, donde se convirtieron en "un exiguo aperitivo para los peces". Por fin, decidieron arrojar los cadáveres a las trincheras excavadas por las propias tropas de Napoleón. Algunos cadáveres estaban atados los unos a los otros; esto sugiere que sus oficiales, que carecían de víveres y munición para todos, condenaron a los "menos indispensables" a morir de frío. Algunos de los cuerpos congelados fueron seccionados para tomar de ellos las botas y otras prendas de abrigo.

"Los hombres de Napoleón" no gozaban de buena salud. Las enfermedades infecciosas transmitidas por los piojos afectaban a casi un tercio de la tropa y la desnutrición crónica era generalizada. No así el emperador, que fue el primero de los supervivientes de la Grande Armée en alcanzar París. Murió nueve años más tarde, el 5 de mayo de 1821.

200 años después, Macron ha decidido conmemorar el evento y 160 instituciones francesas participarán en actos del Année Napoléon. Hay ideas inquietantes en el discurso de Macron del pasado día 5.

En palabras del presidente, "pocos destinos han moldeado la historia de la forma en que Napoleón lo hizo". Estoy de acuerdo, aunque no por los mismos motivos. Que Napoleón era un "genio militar" es un razonamiento histórico válido, especialmente si obviamos la campaña de Rusia y Waterloo, porque pretender penetrar hasta Moscú en pleno invierno no es bajo ningún prisma la idea de un genio. Pero ¿es preciso o conveniente conmemorar el "genio militar?". El recurso a la guerra de agresión es siempre y desde cualquier perspectiva un acto ignorante, carente de brillantez y calidad humana. Aquel emperador hoy sería considerado un criminal de guerra y, si bien es cierto que en 1812 no existía este concepto jurídico, tanto ayer como hoy se acepta que a "Napoleón nunca le preocupó la pérdida de vidas humanas". A riesgo de hacer lo que el presidente define como un "análisis histórico anacrónico", el efecto de una muerte violenta en un ser humano de 1802 o de 2021 es idéntico. A estas alturas de la historia deberíamos haber aprendido que no es legítimo conmemorar la guerra, ni la destrucción y la muerte que le son consustanciales.

Una de las ideas de Macron que resulta difícil de sostener éticamente es que "el niño de Ajaccio" demostró que "un hombre dispuesto a correr riesgos" puede cambiar el curso de la historia al convertirse en el amo de Europa en tiempo récord. Ni correr riesgos ni convertirse en el amo de nada son eventos conmemorables. Napoleón se aferró al poder tras un golpe de estado y, coronándose a sí mismo emperador, convirtió la república en un imperio. No hay nada original en ello, es propio de un tirano.

Y, en cuanto a la codificación napoleónica, muchos de nosotros elegimos estar sujetos al derecho civil y a las disposiciones administrativas y fiscales históricas de nuestra tierra aún en 2021. Esta es una elección que la Revolución y Napoleón negaron a nuestros hermanos de Lapurdi, Zuberoa y el Reino de Navarra. Ya lo dijo Étienne Polverel en 1789, los navarros no necesitaban la constitución de los franceses porque ya tenían la suya, que los había amparado de la tiranía durante mil años. Los códigos napoleónicos desnudaron a más de la mitad de la población de sus derechos. La ministra Elisabeth Moreno lo ha dicho de forma más contundente al referirse a Napoleón como uno de los mayores misóginos de la historia. Y han sido muchos.

Macron excusa la política esclavista del emperador en las colonias, y obvia la utilización de cámaras de gas y otros métodos de ejecución en masa, pero Lemkin lo catalogó como genocidio. Marlene Daut, para el New York Times, ha calificado a Napoleón de icono del supremacismo blanco.

Pero tal vez una de las más indigestas ideas vertidas por Macron sea preguntarse qué habría ocurrido si Napoleón "hubiera tenido éxito" en Rusia. Nada bueno. Contrariamente, el destino de Europa habría sido muy otro sin las "victorias militares", la "energía" y las "elecciones tácticas" del emperador. Revestir la campaña de Egipto y la rapiña de obras de arte de "expedición científica" y afirmar que la vida de Napoleón es "la epifanía de la libertad" es un insulto a la razón histórica. Ciertamente no lo vieron así los líderes europeos de aquel siglo, para quienes el emperador fue el principal "enemigo y perturbador de la tranquilidad del mundo". Macron va más allá al afirmar que "el sol de Austerlitz sigue brillando..." No, Austerlitz sólo fue el cementerio de más de 15.000 personas, una sinrazón.

Su gloria militar se apagó como todas. El emperador que ganó no menos de 48 de las 60 batallas que libró lo perdió todo en la tarde del 18 de junio de 1815, el día en que la Vieille Garde reculó en Waterloo. Al menos 25.000 hombres murieron en aquella jornada, pero Napoleón llegó sano y salvo a París. Sólo él está enterrado dentro de siete sarcófagos en la cripta de mármol de los Inválidos (excepto un tendón o acaso su pene, que al parecer reposa en los Estados Unidos).

Los millones de europeos que murieron en las guerras que se lucharon en su nombre son sólo muertos sin tumba, sin nombre y sin memoria, como aquellos que yacen en una fosa común en Vilnius, enterrados 191 años después de haber muerto. No, no hay nada que celebrar o conmemorar en Napoleón y sí mucho que aprender; fundamentalmente debemos enseñar a nuestros hijos a no ser como él.