o que estamos experimentando actualmente es la decía el presidente Macron en una entrevista a The Economist en noviembre de 2019, criticando la falta de coordinación en las decisiones entre los socios europeos y los Estados Unidos y proponiendo una Europa que pudiese conformar por sí sola un sólido bloque estratégico.

El 5 de marzo de 1946, en el Westminster College de Fulton, en Missouri, Churchill afirmaba que “desde Stettin, en el Báltico, a Trieste, en el Adriático, ha caído sobre el continente un telón de acero”. De los rescoldos aún calientes de una Europa arrasada por la Segunda Guerra Mundial, la Europa liberada por los Aliados se partía en dos para tomar rumbos distintos. La Europa del Este bajo la órbita del comunismo soviético, la Occidental bajo el paraguas norteamericano. Nacía la Guerra Fría, una confrontación entre los dos bloques vencedores y sus antagónicos sistemas políticos, que iba a marcar el destino de Europa y del resto del mundo las siguientes décadas.

Para EEUU, lo principal era resucitar económicamente aquella Europa devastada, única manera de evitar el avance del comunismo sobre la Europa Occidental, evitando además futuras guerras entre Francia y Alemania. El Plan Marshall con sus 20.000 millones de dólares parecía el remedio perfecto para reconstruir Europa de sus escombros y potenciar las democracias liberales de los distintos países. Pero hacía falta algo más que la ayuda económica para asegurar la estabilidad de Europa Occidental.

A pesar de que los soviéticos repetían una y otra vez que no pensaban extender su ámbito de influencia más allá del telón de acero, la elevación de la tensión en la Berlín dividida, junto al golpe de estado de los comunistas en Praga en 1948, la guerra civil en Grecia y la presión soviética sobre Turquía, hicieron pensar en la necesidad de una alianza militar defensiva entre los EEUU y los países de Occidente, que asegurase la intervención de la superioridad militar norteamericana en caso de intento de invasión soviética. Por otra parte, la implicación norteamericana también ayudaba a relajar las sospechas de los europeos ante los peligros de una Alemania de nuevo rearmada.

Garantía de seguridad

El 4 de abril de 1949 se firmaba la alianza militar entre los Estados Unidos y Canadá y la mayoría de los países europeos occidentales. Nacía la OTAN, Organización del Tratado Atlántico Norte, con el objetivo de ser una garantía de seguridad de los estados de Europa Occidental ante la URSS y sus aliados. La respuesta soviética no se hizo esperar mucho. El 15 de mayo de 1955 surgió el Pacto de Varsovia, en el que los países del bloque soviético conformaban su particular OTAN con la URSS y sus estados satélites de la Europa del Este. Las alineaciones de ambos equipos ya estaban claras, ya solo quedaban por delante décadas de tensiones, conflictos y crisis de una Guerra Fría que trajo a Europa y al mundo una “estabilidad conflictiva” bajo la amenaza de una hecatombe nuclear.

Pero así como la historia de la Guerra Fría se convirtió en una sucesión de crisis y conflictos que elevaba la tensión entre ambos bloques, la propia historia interna de la OTAN también sufrió sus propios momentos de crisis. Como escribió Hoffman en 1981, “la historia de la Alianza Atlántica es una historia de crisis”. Crisis que se han manifestado tanto en la forma de conjugar los intereses de los países europeos con los intereses del principal miembro de la Alianza, los Estados Unidos, como en la forma de entender cuál debe ser el principal cometido de la OTAN en el mundo, sobre todo tras el fin de la Guerra Fría.

La primera de las crisis, la de las relaciones entre los socios, aparece ya desde los orígenes de la propia Alianza. Las tradicionales críticas de las posiciones más radicales en la izquierda de que la OTAN no es más que un instrumento norteamericano para intervenir en la política europea según sus intereses, han tenido eco también entre los distintos gobiernos aliados en determinados momentos. Sucesos como el conflicto de Suez, donde chocaron los intereses entre los distintos aliados, o el de los euromisiles, donde para muchos se ponía en riesgo la seguridad de todo el continente europeo por los intereses estratégicos norteamericanos, llevaron a confrontaciones y sospechas mutuas puntuales entre los aliados europeos y los Estados Unidos.

Por otro lado, la cada vez mayor integración europea en lo económico y político, ha propiciado las voces que piden también una integración europea también a nivel militar y defensivo, más independiente de los Estados Unidos a la hora de perseguir sus propios objetivos e intereses. Una postura que no conduciría a una ruptura de la OTAN, pero sí a una mayor capacidad de la UE de actuar de manera independiente en lo estratégico y también a enfatizar más los intereses propios ante los intereses norteamericanos, sobre todo cuando los intereses de ambos entran en colisión.

La segunda crisis, la de la propia identidad de la OTAN, también guarda relación con los vínculos entre los Estados Unidos y sus aliados. Muchas fueron las voces que predijeron el final de la OTAN tras el desmoronamiento de la URSS y el fin de la Guerra Fría. Pero fue el desmembramiento de Yugoslavia y la lucha contra el terrorismo tras el 11-S el que dio aliento de nuevo a la OTAN.