Como si se tratara de un gallinero en el que se hubieran esparcido unos granos de maíz, la semana ha sido ruidosa en ocurrencias sobre cómo cambiar la Constitución. El lunes, Pedro Sánchez organizó un acto taumatúrgico a mayor gloria de sí mismo, ante la ladina mirada de Florentino, Pallete y Galán -tipos hábiles en enriquecerse gracias a contratas, tarifas y regulaciones- y soltó la primera propuesta: acabar con los aforamientos inmediatamente. Tras él llegaron los demás. Podemos quiere que se aproveche para someter ante los tribunales al rey. Los grupos nacionalistas avisan que sería ineludible considerar el derecho de autodeterminación. En Navarra, UPN y PPN levantan el dedo para impugnar de nuevo la Transitoria Cuarta. El estrambote, cómo no, lo puso Pablo Echenique, en su habitual tono de superioridad, cuando pidió que la reforma debería “prohibir las puertas giratorias”. Seguramente sus orígenes argentinos, país de paupérrimo constitucionalismo, le impiden conocer que una Constitución no está para prohibir nada, figura propia de las leyes ordinarias, sino para establecer reglas de juego genéricas.

La imagen de todos los partidos políticos tratando un asunto así como si fuera el lote de enmiendas a una moción de un ayuntamiento resulta bastante deplorable. Nadie parece ser capaz de reflexionar sobre si la actual Constitución ha ofrecido los réditos esperados, si es factible encontrar un modelo mejor, si es un texto que genere adhesión social y, sobre todo, si una nueva formulación se podría consensuar al menos en idénticos niveles de acuerdo político que la precedente. No es criticable que Sánchez haya avanzado el propósito de eliminar los aforamientos, algo necesario e incluso urgente, y no seré yo quien le reproche esta proactividad en la materia. Pero el resultante de tantas voces cacareando tras el señuelo, aferradas al particularismo, hace diagnosticar la completa inmadurez del melón y lo frustrante que sería abrirlo. La actual Constitución es una componenda, mezcla ecléctica de dos relatos diferentes. Por una parte, un diseño preciso de cómo ha de ser la organización institucional del Estado, con definición de los procedimientos básicos de su funcionamiento, el rango de las leyes, los trámites legislativos y la forma en la que se concreta la separación de poderes. Y de otra, hay una serie de banalidades que hace que algunos lleguen a creer que es obligación constitucional de los poderes públicos regalar viviendas o procurar nóminas. Tal fue el acuerdo de la transición: poner en marcha con urgencia el mecanismo del funcionamiento democrático y al tiempo alentar un futuro que aquellos constituyentes quisieron pintar en los colores del arco iris. Cuarenta años después la Constitución se ha demostrado que vale para casi cualquier cosa, más cuando su interpretación queda a cargo de magistrados que son cooptados por los partidos políticos y que están llamados a pastelear cualquier sentencia, no tanto por fidelidad a su hierro de origen sino porque son depositarios de esa actitud consensual que aniquila toda heterodoxia. Cada menda echa en falta algo y cree desamparada alguna pretensión. Habrá quienes entiendan la Constitución como un inconcreto, otros como una cadena de esclavitud. A algunos les gustaría reducirla a un poema, otros abogan por hacerla más ejecutiva. A quienes la miran sólo como el marco de la organización política les agradaría contar con algo más adaptado a sus pretensiones de poder. A mi, particularmente, me gustaría ver en ella un compendio de derechos civiles que imponga normas de control al poder y la administración, y marque límites estrictos a la capacidad de endeudamiento del Estado y a ese expolio fiscal que nunca declina, gobierno tras gobierno.

Mención aparte es lo de la Transitoria Cuarta. Que no es tanto el qué -la posibilidad de crear una entidad política entre el País Vasco y Navarra- sino el cómo -mediante decisión refrendada de los navarros-. Se refiere, por tanto, a algo que va más allá de los sentimientos identitarios, y que afecta a la misma raíz democrática de las decisiones, incluso las más sustantivas. Harían bien en la derecha navarra en escuchar lo que siempre ha dicho sobre esto Jaime Ignacio del Burgo, que razona con solvencia jurídica y política la pertinencia de la tantas veces repudiada Transitoria.