bruselas - La extrema derecha, ahora dividida en la Eurocámara en tres grupos, se prepara con rigor para el asalto de las elecciones de mayo, cuando por primera vez tendría poder real para influir las políticas de la UE. Los comicios europeos siguen la tendencia de los nacionales. Actualmente solo cuatro Estados miembros se libran de la ultraderecha en sus Parlamentos. Un cambio de discurso destaca con respecto a 2014: su objetivo ya no es sacar a los países del bloque comunitario.

De confirmarse los pronósticos, las fuerzas euroescépticas y de ultraderecha tendrán por primera vez poder real en el Parlamento Europeo tras las elecciones europeas de mayo. Es decir, pasarían de ser voces residuales con discursos incendiarios a influir en la toma de decisiones sobre la próxima Comisión Europea o a bloquear medidas legislativas en política social o migratoria.

Las elecciones nacionales de los últimos años han sido un termómetro para los comicios que arrancan el 23 de mayo y prevén seguir la misma tendencia. Los euroescépticos y ultranacionalistas podrían conformar entre un 20% y un 35% de los escaños de la próxima Eurocámara. La clave será si finalmente son capaces de organizarse en torno a una misma formación europarlamentaria como lleva meses buscando Matteo Salvini, ministro de Interior italiano y líder de la Liga Norte. No es tarea fácil: si bien son muchas las ideas que les unen, los partidos euroescépticos son muy heterogéneos.

Pero la extrema derecha, ahora dividida en la Eurocámara en tres grupos, se ha preparado con rigor para el asalto de mayo. Sabe que el objetivo final es imponer su agenda y aunar fuerzas. Si en 2014 vociferaba por sacar a sus países del bloque comunitario, hoy busca vaciarla desde dentro, desde el corazón de sus instituciones. Marine Le Pen, antigua eurodiputada y líder del rebautizado Frente Nacional es el mayor ejemplo de ello. ¿Por qué este viraje? Mucho de ello tiene que ver con la traumática experiencia del brexit, que ha puesto de relieve que fuera de la UE hace mucho frío.

en las capitales Actualmente solo cuatro países de la UE, Portugal, Malta, Irlanda y Luxemburgo, se libran de tener fuerzas radicales en sus Parlamentos nacionales. En los 24 restantes han irrumpido por primera vez, reforzado su representación o dado el salto al Ejecutivo central.

Los ultraderechistas gobiernan en coalición en Italia, Austria, Estonia, Eslovaquia y Bulgaria. En Dinamarca, el Partido Popular Danés da apoyo puntual al Gobierno del liberal Lars Rasmussen. En Finlandia, los ultras de Verdades Finlandeses se quedaron el mes pasado a dos décimas de ganar los comicios.

El caso más enigmático viene de la mano de Visegrado -el grupo formado por Polonia, Hungría, Eslovaquia y Chequia-. La semilla democracia iliberal que sentó Víktor Orbán, primer ministro húngaro, ha ganado fuerza durante este lustro. En los últimos años su partido, el Fidesz, ha restringido la libertad de prensa o penado las ayudas a refugiados o la mendicidad. Por su parte, el ultranacionalista Ley y Justicia de Polonia ha mantenido durante esta legislatura un pulso con Bruselas por quebrar los cimientos de la separación de poderes.

También en los últimos años hemos presenciado la irrupción de la extrema derecha en Alemania y España, países donde la huella extremista caló con la mayor dureza posible durante tras la Segunda Guerra Mundial. Alternativa para Alemania (AfD) llegaba en 2017 por primera vez al Bundestag y Vox haría lo propio en el Congreso de los Diputados tras las elecciones generales del 28 de abril. En otros Parlamentos como Países Bajos, el Partido por la Libertad del populista Geert Wilders se refuerza tras una década de representación.

El mayor golpe ha sido llegó, sin embargo, desde Italia cuando las fuerzas euroescépticas se hacían en las elecciones de 2018 con más del 50% de los votos llevando a la UE ante otro hito: por primera vez los votantes decían ‘no’ al proyecto comunitario en un país fundador.

“Europa se forjará en crisis y será la suma de las soluciones adoptadas ante esas crisis”, señaló Jean Monnet, uno de los padres fundadores del proyecto comunitario. Lo cierto es que en los últimos años, la UE lleva sumida en una multicrisis perpetua, para la que no estaba preparada y que en la mayoría de ocasiones se ha intentado solventar a golpe de improvisación. La crisis económica de 2008, la del euro en 2009, la de refugiados en 2015 y la crisis del brexit en 2016. Este cocktail ha nutrido a las fuerzas populistas para demandar la restricción de la cesión de soberanía de los Estados miembros. La misma estrategia y eslogan que en su momento utilizaron los ideólogos del brexit: “Recuperar el control”.

Es cierto que el auge de partidos ultranacionalistas, carismáticos y anti-establishment no es una peculiaridad del Viejo Continente. De norte a sur, desde Bolsonaro en Brasil hasta Netantahu pasando por Trump en Estados Unidos su gancho crece.

La democracia occidental se encuentra en una especie de crisis de madurez que bebe de una desafección creciente de los ciudadanos por las instituciones y de un vacío de identidad en un mundo cada vez más globalizado. En el caso europeo, las heridas de la crisis económica todavía presentes o el drama han ayudado, además, a abonar el camino de las fuerzas populistas.

El Post-it

El fantasma del euroescepticismo. El euroescepticismo, que ya amenazó con aguar la fiesta proeuropea en los comicios a la Eurocámara de 2014, vuelve a asomar, esta vez con más número previsto de escaños, pero con la misma división interna e incapacidad para bloquear los grandes temas. Si en 2014 consiguieron un centenar de escaños, en estas elecciones se calcula que los eurófobos, de mayor o menor intensidad, serán alrededor de 175, un número que podría ser una mayoría de bloqueo en un hemiciclo de 751.