EN plena resaca de la esperpéntica investidura fallida por culpa de una negociación de pandereta, cobra cuerpo la sensación de que Pedro Sánchez solo quiere gobernar en solitario. Que cualquier pacto, vaya, le haría sombra y que en el caso de Unidos Podemos, le produciría especial urticaria. Por eso camina más cómodo hacia su objetivo de una repetición electoral, aunque resulte insoportable para la sensata ciudadanía. Ocurre que se siente ganador, consciente de tanta dispersión a izquierda y derecha que le despeja el camino. Quizá por semejante reflexión nunca ha rehuido las urnas en el cuaderno de su estrategia de largo alcance, aunque Tezanos le advierta del riesgo que supone el hastío por la parálisis institucional y la esquizofrenia partidista. Los demás lo tienen peor, debe pensar en esos incontables mano a mano que mantiene con Iván Redondo y sus prospecciones demoscópicas.

De momento, el presidente en funciones sigue en el poder que es su principal objetivo personal y político. En el Congreso tampoco ve muy fácil que la derecha extrema se ponga de acuerdo porque una cosa son las autonomías y otra firmar el BOE, más allá de la sabia advertencia de Gabriel Rufián que lo sabe todo de maquiavelismo. Luego, de cara a los suyos, se siente tranquilo porque ha cumplido con quienes le gritaban eufóricos “con Rivera, no” tras el 28-A. Le ha valido el fiasco de unas negociaciones (?) de tertulia para que ya nadie le vuelva a pedir otra oportunidad para sus desconcertados enemigos de la izquierda. En apenas 20 horas y con la sibilina ayuda de Carmen Calvo, el líder socialista ha desnudado las ambiciones e inexperiencia institucional de Unidas Podemos hasta comprometer al límite el futuro de Pablo Iglesias, su enemigo irreconciliable para siempre.

En su fuero interno, a Sánchez no le duele el enésimo, y quizá definitivo, desencuentro de la izquierda. Al contrario, le ha servido de ocasión propia para desestabilizar a su principal enemigo, a quien quiere hundir definitivamente en la próxima cita electoral, la última en la que posiblemente coincidan. Incluso, le ha colocado como chivo expiatorio de este sarcasmo para sacudirse toda cuota de su innegable irresponsabilidad en este proceso desquiciante. Le ha visto tan débil que no ha dudado en liquidar su suerte con un sonoro portazo a las primeras de cambio.

Las urgencias delatan necesidad y en política, debilidad. Le acaba de ocurrir a Unidas Podemos, implorando al PSOE que dejara un resquicio para seguir hablando en agosto, aunque sea por WhatsApp desde la orilla de la playa. Mientras rumia su fracaso sin relato que valga en una pelea tan desigual, la coalición empieza a sentir el frío de una repetición electoral que le pillaría muy débil sin tres ministerios y una vicepresidencia, y con Iñigo Errejón viajando por el país. Tampoco ERC se siente cómodo en el nuevo escenario y su portavoz lo asumió sin tapujos mediante una oratoria sin circunloquios. El republicanismo catalán es consciente de que la intransigencia de Madrid tras una presumible condena contundente del Tribunal Supremo a los líderes independentistas le puede desplazar hacia el monte, arrastrados por la calle y Puigdemont, cuando su propósito posibilista es que el diálogo venza al odio.

El tornado del procés asoma ya por el horizonte más cercano. Casualmente caerá entre la disyuntiva de un Gobierno español recién estrenado en el mejor de los casos o la insensata convocatoria de nuevas elecciones, o también en Catalunya. Por eso Sánchez va a tantear sin demasiada prisa ni escenografía la voluntad real del PP para encarar mutuamente el principal reto de la unidad patria en los próximos años. Lo hará consciente de que dispone del respaldo suficiente por el calado de su trascendencia. Al hacerlo, buscando la abstención de un partido constitucionalista mediante el compromiso de aplacar por escrito las exigencias soberanistas, el presidente en funciones se reviste de estadista responsable. Si no consigue el respaldo que le facilite la investidura, nadie le reprochará el desgaste del intento. Más aún, lo podrá rentabilizar a buen seguro. Eso sí, con este intento de alto voltaje para el futuro inmediato de las relaciones parlamentarias, no habrá hecho otra cosa que gastar intencionadamente su última bala esperando a que se abran otra vez las urnas. A Albert Rivera, en cambio, lo deja por imposible. Suena el bipartidismo.