Se avecinan grandes nubarrones. La inestabilidad política empieza a hacerse paso en medio de unos síntomas reales de desaceleración económica. Otra vez la tormenta perfecta. No son presagios, es una realidad. En menos de un mes se atropellarán irremediablemente la fotografía de la Diada de mayor o menor afluencia en pleno duelo soterrado del independentismo; la posible creación de un Gobierno español basado en la debilidad y la desconfianza de sus apoyos; la consecuente disolución de las Cortes si así lo desean Sánchez, sobre todo, e Iglesias; la temida sentencia del procés; una supuesta repetición de elecciones con la derecha crecida; y, sobre todo, una caída de las exportaciones, más déficit público y frenazo al crecimiento del empleo, aunque fuera precario. Un panorama desalentador que desnudará con crudeza la probada carencia de respuestas consistentes de una mayoritaria clase política ensimismada desde hace tiempo en sus egoísmos de corte alcance.

En este escenario casi apocalíptico, España busca un gobierno y Catalunya, una solución. Lo hacen desde el desencuentro de las dos orillas convencidas de su razón absoluta y que se alejan al enrocarse con discursos manidos y brindis al sol. Así pasan los días en medio de una indignación social, circunspecta ante la irresponsabilidad manifiesta de quienes tienen en su mano el catálogo de las soluciones. Sirva como cruel ejemplo descriptivo de este desquiciante laberinto cómo PSOE y Unidas Podemos, después de semanas y semanas cruzándose mensajes por Twitter y tertulias se reúnen cuatro horas, a 15 días del juicio final, para tan solo constatar sus diferencias. Bueno, al menos dedicaron otra hora para convenir la fecha de la siguiente cita mientras al calor de más reproches se intercambiaban ofertas y exigencias de cargos institucionales retribuidos por encima de los ministeriales.

En medio de tan honda preocupación por el descrédito político e institucional, quizá estemos asistiendo a la semana del puro teatro. El arranque escénico de la precampaña electoral de Pedro Sánchez con el glamuroso anuncio de hasta 370 medidas posibles, aunque algunas de ellas de competencia autonómica y otras sin concreción, fue un intencionado cebo para sus enemigos de la izquierda porque les compromete demasiado desde su posición ideológica. Para hacérselo más fácil a Iglesias, y quizá porque conoce las debilidades del ser humano, vino Carmen Calvo y redujo toda discusión sobre el programa, la acción de gobierno y el voto de investidura a un carrusel de cargos relumbrantes que acogen un elevado número de asesores con nómina solvente para varios años. Mientras, el ciudadano medio se sigue indignando, los corazones de izquierda desencantados por el espectáculo propio de la casta y la derecha, cada vez más crecida más allá de la sempiterna corrupción.

Sánchez sigue caminando hacia su objetivo de nuevas elecciones. Consciente, incluso, de que en su entorno empiezan a sentirse los primeros escalofríos por la desafección de cuantos sintieron la ilusión de una izquierda fuerte que planta cara a la derecha-derecha. Lo hace sin una palabra sobre la situación económica, que le puede descoser las costuras con un gobierno débil y prisionero de desconfianzas propias y ajenas. En cambio, tiene tiempo suficiente para enfatizar el rechazo a un referéndum en Catalunya, que enerva a la razón porque dinamita el entendimiento, en el teórico supuesto de que aún fuera posible algún día. Una auténtica cerilla para avivar el fuego desatado, ya a cara descubierta, entre Junqueras y Puigdemont, entre la mayoría de ERC y el conglomerado de JxCat que se busca a sí mismo. Las discrepancias van más allá del volumen de asistentes a la Diada. Por cierto, no es baladí que el Congreso haya fijado para ese día la comparecencia del presidente y el pleno de control. Aquí se está dilucidando a cara de perro la nueva hoja de ruta para el soberanismo catalán. De ahí que suenan en la Generalitat y el Congreso de Madrid los ecos de las profundas disensiones entre los dos grandes bloques independentistas. La prueba del nueve no serán las reacciones a una más que previsible sentencia condenatoria a los líderes del procés sino el día después de la huelga general, de los cortes de carretera y de los pronunciamientos aguerridos. La clave estará a partir del día después. Cuando una y otra parte comprueben hasta dónde llega la magnitud del desgarro. Quizá coincida con la campaña electoral y entonces, como ahora, en el alboroto solo se escuche un lenguaje de sordos.