El jueves Pedro Sánchez dijo que la economía española se enfrentaba a un próximo “enfriamiento”. La actitud, al menos, no es lo negacionista que fue la del pueril Zapatero, empeñado en esconder la evidencia de aquella crisis de la que todavía no nos hemos recuperado. El enfriamiento va a suponer, inexorablemente, que decenas de miles de personas pierdan sus trabajos, que los que lo buscan tengan menos probabilidad de encontrarlo y que, en general, las familias, empresas y administraciones públicas encuentren menos dinero para gastar. En nuestro país ya no cabe ni aumentar el endeudamiento (cuyo monto supera toda la riqueza que somos capaces de generar en un año) ni apretar más al contribuyente, con los impuestos al límite de lo soportable. Añaden gravedad a la situación datos como el déficit de las pensiones (una insolvencia anual de más de 50.000 millones) o que la mayoría de las comunidades se muestran impotentes para ajustar sus déficits a lo que ellas mismas habían comprometido. Y si miramos un poco más lejos de la farola de la calle, el petróleo se va a poner a unos precios imprevisibles, las guerras comerciales siempre depauperan el flujo de la riqueza, y el BCE ya ha agotado la munición de apoyo a los países del Euro. Todo esto compone un panorama que objetivamente es el que es, y ya no hay propaganda que sea capaz de asignar el calificativo de antipatriota -de nuevo, lo de Zapatero- a quien se dedique a enumerar la ristra de luces rojas. Mientras todo esto cerca la realidad de los ciudadanos, sin paños calientes, los partidos están preocupados únicamente en eso que vienen en denominar “el relato”, la versión subjetiva de unos hechos que nos han llevado a unas nuevas elecciones. Que haya que poner otra vez las urnas no es sino la postrera consecuencia del narcisismo de quienes estaban obligados a edificar algún tipo de acuerdo y por toda respuesta han optado por ensamblar la pasarela electoral. Sí, los hay que se sienten gratificados en la fatuidad de los mítines, aplaudidos por acólitos y dando saltitos en el escenario, mucho mejor que en la soledad del despacho teniendo que ajustar un presupuesto o estableciendo una decisión compleja. Porque tampoco las elecciones van a servir para que aflore una reflexión sobre los retos que nos acucian, perdido para siempre ese carácter recapitulador que debieran tener. Lo que importa es la calidad de la foto que se habrá de pegar en la valla, o la vestimenta en el debate de la televisión. Democracia devenida en feria de banalidades.

La serie The Loudest Voice, estrenada este verano, cuenta la historia de Roger Ailes, quien montó la cadena Fox News y postreramente contribuyó a la elección de Trump. Mantecoso acosador sexual, tuvo la capacidad de convertir su televisión en un actor político determinante en la historia americana reciente. Una de las frases que se le atribuyen es la que decía ante sus colaboradores: “La gente no quiere estar informada; la gente quiere creer que está informada”. Pocas definiciones tan exactas del hecho manipulativo al que también nos seguiremos enfrentando al menos hasta el 10 de noviembre. Otra vez paletadas de basura en forma de encuestas, empezando por las del CIS, cuyo único propósito es hacer creer al elector que hay unos casilleros crecientes y otros menguantes, y que lo mejor para todos sería que cada cual ajustara su decisión de voto a lo que ahora se denomina “mainstream”, la tendencia mayoritaria. Para que no perdamos brújula, dejaremos que nuestras decisiones se vean reforzadas por tertulias en las que actúan periodistas y politólogos siempre empeñados en presentar panoramas complejos que al parecer sólo ellos son capaces de escudriñar. Es lo que ha convertido a la política en un espectáculo multimedia, el género del infoentretenimiento. En los palacios de los monarcas franceses ejercían los llamados “tontos de salón”, personas que padecían lo que los psiquiatras conocen actualmente como hipermnesia, una alteración que les capacita para mantener deliciosas conversaciones gracias a su poderosa memoria, pero también muestran gran facultad para fabular y mentir. El potaje político nos lo cocinan y sirven en los platós de las televisiones, plagadas de esos hipermnésicos. Decían en Italia “turatevi il naso ma votate DC”, tápate la nariz y vota a la Democracia Cristiana. Aquí nos piden ahora que volvamos a votar, sí, pero no tanto con la nariz tapada como con la cabeza gacha.