Los dirigentes del procés no cometieron un delito de rebelión, así que no medió la violencia funcional o estructural para subvertir el orden constitucional construida tanto por el juez instructor como por la Fiscalía, en aras a justificar una petición delirante de hasta 25 años de cárcel, y a ninguno de los procesados se les debió privar de su acta parlamentaria. Descartada de raíz la tesis del golpe de Estado aventada por las instancias más reaccionariamente recentralizadoras con evidente impronta vengativa -también para amparar las prisiones preventivas-, la sentencia del Tribunal Supremo conlleva igualmente un indudable efecto ejemplarizante al recetarse un centenar de años de cárcel por atentar contra el orden público mediante una carga probatoria controvertida ante la deficiente individualización de las conductas sancionadas por ese “levantamiento tumultuario”. Si a los factores antedichos se agrega la inaudita filtración de la polémica sentencia, se comprende perfectamente la airada reacción en la calle, que habrá de conducirse al máximo de lo posible por parámetros cívicos para evitar males todavía mayores y no alentar la dialéctica de la criminalización. Consumada la prolongada reclusión de ciudadanos electos cuya desobediencia en nombre de la mayoría parlamentaria van a pagar severamente con su libertad, y constatada la legitimidad del rechazo a esas penas desorbitadas inspiradas por la Abogacía del Estado a instancias del Ejecutivo del PSOE, no hay solución para el conflicto catalán que inflamó el PP con aquel recurso contra el Estatut -que impugnó artículos ya vigentes en Andalucía y Aragón- de persistir en la dinámica de judicialización por un lado y de unilateralismo por el otro. Una tensión que compete relajar a todas las partes, en la dirección justo contraria a la apelación oportunista de Casado para endurecer aún más el Código Penal o a la de Torra de ejercer una resistencia civil en términos heroicos frente al totalitarismo, con el fin de procurar una interlocución posibilista entre los gobiernos que deparen las próximas elecciones españolas y catalanas. La salida a este bucle, más allá del discurrir del procedimiento judicial en Europa con expectativas alentadoras para los reos, compete a la política y más en concreto al arbitrio de una propuesta compartida en los órdenes territorial y competencial que someter al criterio de la ciudadanía catalana mediante una consulta garantista, por clara, pactada y legal. De acuerdo a la voluntad netamente mayoritaria de aquella sociedad, expresada en sondeos de muy diversa índole por tres de cada cuatro ciudadanos, superando el desgarro de una colectividad a la que la independencia sin matices divide actualmente en partes casi iguales. Catalunya no necesita ni más mamporreros ni nuevos mártires -bastantes tiene ya-, sino sentido común para coser sensibilidades primero en torno a mínimos comunes denominadores y para velar por la correcta gestión del interés general después. El agujero negro catalán precisa de luz en forma de sensatez, la que no se encuentra cuando a una “estrategia de presión política” según literalidad del Supremo, ejercida a través de un referéndum del 1-O que el alto tribunal considera un “señuelo” y de una declaración unilateral de independencia que tilda de “simbólica e ineficaz”, se le dispensa un precio penal de homicidio.