El papel de la Organización Mundial de la Salud (OMS) en las últimas alertas sanitarias de carácter global ha sido muy controvertido. Ejemplos tenemos desde la más cercana que hemos vivido, la de la gripe A de hace dos años, hasta la de las llamadas vacas locas, un par de décadas anterior. En todos los casos se le ha acusado de sobreactuar y buscar un protagonismo excesivo, enganchado en el alarmismo. La OMS recibe sus fondos de los gobiernos, a través de la ONU, y cuanto más teatralice su labor más dinero le llegará. Tiene sede principal en Ginebra, la ciudad más cara del mundo, y sus funcionarios son también los mejor pagados del orbe. Pero sin descartar que haya una exageración subyacente, lo del coronavirus es en sí un serio problema. Estos días no me canso de recomendar la serie documental de Netflix "Pandemic", que explica muy bien los riesgos que enfrenta la humanidad ante las epidemias víricas. Basta ver el primer capítulo para entender una realidad que tradicionalmente se explica en las facultades de ciencias. Convivimos con virus que causan enfermedades agudas, a veces mortales, y que mutan constantemente. Si las mutaciones son de pequeño alcance, nuestros sistemas inmunológicos pueden hacerles frente. Si la mutación es de mayor grado -algo que estadísticamente ha de ocurrir en algún momento porque es relativamente aleatoria- serían muchísimas más las personas que no podrían defenderse caso de ser infectadas. De manera que, como dicen en la serie, el problema no es qué, sino cuándo. Cuándo saldrá la bolita del bombo. Cuándo llegará el momento en el que nos enfrentemos a algo para lo que estemos inmunológicamente indefensos.

El coronavirus del que tanto hablamos es uno más de una familia de viejos conocidos, gérmenes que producen el catarro común y que todos hemos alojado alguna vez en nuestra sangre y tejidos. Si se considera especialmente peligroso este recién nacido es porque hace poco pasó de un animal desconocido al humano, lo que significa que dispone de una fortaleza especial. De ahí que parezca lógico pensar que podemos estar ante ese momento en el que surge una severa amenaza vírica, tal vez el esperado Armagedon inmunológico, el representante de una estirpe de patógenos contra el que es más difícil luchar. En materia de virus, además, hay dos problemas adicionales. Uno, lo fácil que se contagian y desperdigan, mucho más en tiempos en los que puedes desayunar en Madrid y cenar en Los Ángeles. Dos, que no hay tratamientos farmacológicos, como sí existen antibióticos para las bacterias. Pero además de la cautela que impone el análisis teórico, hay cosas en este coronavirus que son muy extrañas. Por ejemplo, que se hayan detectado pacientes que han dado positivo después de haber superado una primera infección, como si fuera posible volver a contraerlo; o que en Australia y Nueva Zelanda haya un número significativo de casos, aunque estén terminando el verano; o que la mayoría de los niños infectados no tengan síntomas. Y junto a la incertidumbre de cómo se comporta clínicamente, también hay otra incertidumbre epidemiológica. El hecho de que haya nacido en China, una dictadura comunista y un país que cuida bastante poco la higiene ambiental, no ha permitido conocer todavía la auténtica tasa de difusión y mortalidad del virus, con una enorme disparidad entre los datos reportados por aquellas autoridades y los que ahora se empiezan a calcular en occidente. De manera que no sabemos ni cuál es la probabilidad de contagiarse, ni la probabilidad de morir si te contagias. Luego tenemos a Lorenzo Milá en TVE diciendo que el coronavirus es menos letal que la gripe común, y a sus progrepalmeros diciendo que menos mal que desde la tele pública ha llegado el auténtico mensaje de sensatez ante tanto alarmismo, cuando Milá no sabe nada de lo que habla, pero esa nada queda muy bonita en pantalla. Y mientras faltan referentes objetivos, y los subjetivos se divulgan micrófono en mano por arribistas, los países occidentales siguen intentando ejecutar una estrategia de contención que no parece que pueda limitar la extensión del virus, salvo que se decretara un estado de queda y nos impidieran salir a la calle hasta pasado un tiempo. Gente que sabe bastante de esto cree que el virus ya está muy extendido, y que lo que toca ahora es afinar la respuesta del sistema sanitario ante los casos graves, trabajar en el desarrollo de una vacuna y esperar a que llegue el cuarenta de mayo.