a pandemia ya ha atravesado dos estaciones completas. Cuando estalló parecía poder ser cuestión de un trimestre, un desafío colectivo impactante por su dimensión distópica. Un tránsito muy duro pero pasajero, que quedaría prácticamente doblegado con la aparición del calor. Hoy asumimos que el virus va a marcar el otoño, impactará en las Navidades, cruzará el invierno y llegará a su primer aniversario, donde lloverán las retrospectivas. La necesidad de no sucumbir a una tristeza generalizada cobra más relevancia a medida que la pandemia se alarga. Y la política tiene que capear el estado anímico y psicológico procurando no echar más leña al fuego, con responsabilidad, sin sobreexcitarse ni mentir. La sobrecarga emocional es ya un elemento de primer orden a la hora de gobernar y hacer oposición en estos momentos, que requiere una comunicación adulta y voluntad de esquivar cualquier sobreactuación, pues estos tiempos requieren altura, no libretos teatrales ni argumentarios servidos en papilla.

Para teatralización, el encuentro entre Díaz Ayuso y Pedro Sánchez en Madrid con un fondo de banderas. En las bambalinas, Miguel Ángel Rodríguez e Iván Redondo. En juego, la supervivencia política de la presidenta de esta comunidad, que ya torpedea la estrategia de Génova con su propio sainete. Díaz Ayuso es objeto de mofa y rechifla. Lejos de ser un contrapoder ante Moncloa, hoy es un producto corrosivo para la imagen de su propio partido. El quiebro ensayado en la reunión con Sánchez, ha tenido un corolario poli cial y político que deja a las claras lo estéril de determinadas representaciones.

Más allá de los estropicios de Ayuso, la presidenta madrileña hace de portavoz de un discurso rudimentario, pero que encierra nacionalismo español a granel. "Madrid es España dentro de España", dijo Ayuso, para quien "tratar a Madrid como al resto de comunidades es muy injusto". Este discurso de apariencia hueca y pretensiones centralistas, es el anverso de aquellas declaraciones suyas en febrero acusando a "muchos políticos" de dedicarse "a hacer el paleto", y "crear identidades donde no las había", y "hablar de ser más leoneses, más navarros, más baleares, más catalanes". Un concepto parecido al del diputado del PP Mario Garcés, que esta semana se refirió en el Congreso a la existencia de "planteamientos indigenistas periféricos" en la Cámara.

Ayuso fusiona Madrid con España para conferir un polo territorial, demográfico y de poder centralista. La España del sobre todo Madrid. Un Estado radial, cuya capital se inserta en un halo de integración falsa o idealizada. Porque la idea identitaria que vende el PP se funde en un viejo imaginario donde lo diferente arrastra un estigma de atraso, inferioridad o sospecha frente a "la región más libre", como así describe Díaz Ayuso a la Comunidad de Madrid, "siempre igual de solidaria, abierta, plural y libre". La fábula, valga la redundancia, suena fabulosa, pero no resiste un análisis histórico ni sociológico medianamente crítico.

Atención por contraste a las palabras del president Ximo Puig en el debate sobre el estado de esta comunidad: El "efecto capitalidad" de Madrid, con su derivada fiscal. "se ha convertido en un generador de diferencias y desigualdades". Para el líder socialista "ha convertido Madrid en una gran aspiradora que absorbe recursos, población, funcionarios estatales y redes de influencia", y reclama "una profunda reforma territorial" con un "reparto más justo de los recursos y las oportunidades" para "cohesionar la España plural, diversa y real". Puig cree que "asistimos a un consenso bastante general de la sociedad en torno a los principios del nuevo keynesianismo inteligente". Sus palabras, lo mismo que en Navarra, Aragón o La Rioja, por poner tres ejemplos cerecanos, se medirán con hechos. Y las expectativas progresistas se confirmarán o desmentirán con números concretos.

El Gobierno de España comenzará a tramitar las peticiones de indultos a Carme Forcadell y Dolors Bassa, y prepara una reforma de la sedición. El asunto, de alcance por el momento limitado, encierra importancia y potenciales consecuencias. Mientras, sigue la cuenta atrás hacia una convocatoria electoral que se retrasa y no es ajena al futuro de Torra, pendiente del Supremo, que se despejará posiblemente esta semana. Y mientras, prosigue la división del independentismo. "Si no hay unidad dentro del proyecto soberanista, nadie nos tomará en serio. Ni en Madrid, ni fuera de Madrid, ni en Bruselas. Sin unidad nos quedamos en la autonomía y cada vez más residual". Son palabras de Artur Mas, a mediados de este mes. Este domingo, por cierto, se cumplen 5 años de aquellas elecciones con carácter cuasi plebiscitario donde Mas y Junqueras compartieron la marca Junts pel Sí.

Esta crisis alcanza al Partido Popular atornillado en la oposición y con Pedro Sánchez aún muy fresco en la Moncloa. El PP hoy no es alternativa por su pasado (Kitchen), su presente (Casado&Ayuso) y su futuro (previsible necesidad de Vox para intentar conformarla). La dimensión de esta crisis va a inflar el kilometraje de toda la primera línea política y puede mandar a alguno al desguace. Pero por más que se pudiera acelerar el desgaste de Sánchez o Iglesias, el PP no lo va a tener fácil sin un recambio o una refundación. Ha perdido esa vitola de credibilidad de supuesto partido serio y preparado para gobernar que tanto le sirvió en crisis precedentes. Arrastra pasado y le falta poso y reposo.

Segundo apunte: una nueva fase de la crisis de la monarquía continúa manifestándose en paralelo al desarrollo de la pandemia. Arrecia la percepción de que el monarca anda incómodo con este Gobierno y por lo tanto, toma partido. De confirmarse esa actitud, muy grave, Felipe VI estaría a relevos con su padre, horadando la imagen de la institución. Una monarquía activamente de derechas sería una formidable polea para el crecimiento del republicanismo, ya de por sí en auge en los últimos años. Si el rey es monarca de unos y no de otros, motivo añadido para un referéndum, y en su caso, para una república.

Una cifra que supone un auténtico baldón: los muertos por covid contabilizados en el planeta rondan el millón de personas, un crujido para la conciencia colectiva en este siglo. Tal vez un punto de inflexión y maduración universal, o tal vez solo el panorama luctuoso de un mundo más inestable y tenso.