ueron ocho segundos, nada más. Ocho segundos fue lo que duró la independencia de Catalunya. El president Carles Puigdemont había proclamado ante el Parlament en pleno: "Asumo presentarles los resultados del referéndum, el mandato del pueblo de que Catalunya se convierta en un Estado independiente en forma de república. [...] Las urnas, el único lenguaje que entendemos, dicen sí a la independencia y este es el camino que estoy dispuesto a transitar". La plaza abarrotada fue un clamor. Los gritos de "¡¡Independencia!" atronaron el aire y ocho segundos, justo ocho segundos después, Puigdemont añadía la postdata maldita: "Proponemos suspender durante unas semanas la declaración de independencia para entrar en una etapa de diálogo". Pero ya era tarde para todo. Era tarde para contener la decepción de los independentistas enfervorizados y, lo peor, era tarde para evitar que se pusiera en marcha la maquinaria represora, vengativa, que se ensañó con los que protagonizaron el efímero pronunciamiento que, además, ahora resulta que fue un error.

Oriol Junqueras fue personaje clave en aquella para algunos epopeya y para otros -el centralismo español- infamia. Pagó caro su liderazgo incuestionable en el procès y desde la reclusión en la cárcel siguió siendo guía y referencia para el partido político que presidió y que tras resultar vencedor en las elecciones ostenta hoy el Govern de la Generalitat. Lejos quedan ya aquellos días heroicos del votarem!, de las urnas ocultas y emergentes, de la feroz represión contra los millones de votantes pacíficos, del entonar multitudinario y estremecido de Els Segadors, en fin, de aquella DUI -Declaración Unilateral de Independencia- aclamada contra viento y marea. Fueron días, también, de la autonomía secuestrada por el 155, de la cárcel y el exilio. Y se abrió el capítulo de pensar.

La carta de Oriol Junqueras, como si fuera una epístola apostólica, ha abierto una nueva perspectiva, una inédita reflexión estratégica que, de no tratarse de un recurso táctico impropio del personaje, supone una catarsis a la que correspondería el reconocimiento de un inmenso error de método abocado indefectiblemente al fracaso.

Resulta casi insólito que un político rectifique, reconozca que lo suyo fue un error y anuncie que no volverá a repetirlo. Oriol Junqueras se ha retractado urbi et orbi para los suyos y para los adversarios, ha rectificado una decisión de altísima tensión y de trascendencia histórica. Ignoro cuál será su sentimiento personal al evaluar las consecuencias del error reconocido, al calcular el efecto que su rectificación vaya a producir en sus incondicionales, que hasta ahora eran muchos. Si el personaje resulta ser como parece, si es cierta su honestidad política y personal, debería suponérsele una auténtica conmoción interior, un poderoso impulso de arrepentimiento por los desastrosos resultados de aquella DUI que como dirigente político defendió, impulsó y proclamó.

Es duro sentir cómo se desvanece una utopía, constatar cómo se pudieron hacer las cosas tan mal, reconocerse a uno mismo equivocado, exponerse a ser acusado de traidor y, a estas alturas, animar a explorar nuevos caminos alejados del error. Es de admirar el gesto de Oriol Junqueras, un gesto que sin duda va a provocarle una turbulenta conmoción personal, va a desconcertar a sus compañeros de viaje y lejos de aplacar la ferocidad de sus enemigos, van a redoblar su rencor y van a cebarse con él.