N un contexto social tan complejo como el que nos toca vivir cabe preguntarse cómo lograr conectar de nuevo a las ciudadanas y ciudadanos con la política; para que esa institución clave y silente llamada confianza se instale de nuevo como base para los grandes consensos, más necesarios que nunca, ya no basta con pedir implicación, colaboración y compromiso. Hay que ir más lejos, debemos ser capaces de inspirar y de generar esa actitud en cada una de las personas que integramos la sociedad dando sentido y valor a la función que ejercemos cada uno de nosotros dentro de la misma.

Tal y como con maestría ha desarrollado el filósofo alemán Peter Sloterdijk, la decepción aumenta cuando las promesas no se cumplen. Y la alternativa a la decepción es la resignación, una actitud que no es compatible con la vida en democracia. Ésta necesita esperanza, una expectativa de que las cosas mejoren. Y si no hay mejora a la vista, la resignación se impondrá. La democracia necesita un mínimo elemento de esperanza en que las cosas mejorarán en el futuro o al menos que las pérdidas no serán demasiado importantes.

Lo que los filósofos alemanes llaman zeitgeist desde el siglo XVIII, el espíritu de nuestro tiempo, es algo que escapa a toda definición. Pero aun así hay algo en el aire, y es que los europeos de hoy sienten cierto malestar por su debilidad política. Aunque muchos siguen creyendo en el compromiso político, una gran parte de nuestra población occidental ha elegido ya la resignación, ya no creen en la política. Un importante sector de la población en Europa ha elegido otorgar prioridad a la dimensión privada de su vida.

Hay que pasar del "decir" al "hacer". Los hechos son las nuevas palabras, no basta con pedir colaboración, hay que colaborar; no basta con exigir compromiso, hay que comprometerse; no basta con quejarse de la falta de implicación, quien dirige un proyecto ha de ser el primero en implicarse. Es un reto apasionante y factible.

La confianza es el pilar que lo sustenta todo; su ausencia es una fuente de conflictos e incertidumbre que aboca al fracaso a cualquier sociedad; ocurre en la familia, amigos, empresa...y, en este caso, a nivel mundial. Hemos de recuperar y proteger la confianza recíproca en el sistema y en las personas; de lo contrario abonaremos el terreno para populismos, para el autoritarismo o para las posiciones extremas que se llevarán por delante libertades por las que tanto hemos trabajado. No dejemos resquicio para la duda, porque es la que aprovecharán los más extremistas para imponer regímenes poco alentadores.

La auctoritas necesaria para liderar ese proceso no se vende en comercio de compraventa de eslóganes o de ideas ocurrentes, ni en la feria de vanidades que con frecuencia caracteriza la denominada lucha por un relato que cautive socialmente. Esa autoridad debe provenir de un trabajo previo de socialización: tal y como sabiamente expresó el admirado Tony Judt, por muy egoístas que seamos, todos necesitamos servicios cuyos costes compartamos con nuestros conciudadanos. Los mercados nunca generan automáticamente confianza, cooperación o acción colectiva para el bien común.

Toda sociedad que destruye el tejido de su Estado (mantenido con los impuestos y los servicios públicos de todos) no tarda en desintegrarse en el polvo y las cenizas de la individualidad. Y todo lo que ahora estamos viviendo nos abrirá los ojos de una nueva pedagogía social: hay que promover el sentido de los valores auténticos, cuando hasta ahora parecía que lo único esencial era el consumo, un consumo febril y emocional afincado sobre los cimientos de un hedonismo individualista.

Necesitamos hacer realidad el reto de una visión transformadora y de un proyecto compartido; no han de ser palabras huecas, debemos pasar de la retórica discursiva a la acción: sin ese relato compartido, sin el esfuerzo común de agentes públicos y privados, no será posible acometer la ingente tarea que tenemos por delante. Nos va mucho en ello.