rimero, la confesión: los sanfermines no me gustan, considero que tienen una mayoría de elementos que contemplo deplorables, y los entiendo sólo como un absurdo vestigio de cuando Pamplona era poco más que un pueblo en medio de unos campos, y tras la cosecha organizaba una semana de fiesta en la que había licencia para beber, bailar y arrimarse. Transportados a la modernidad, ahora que tenemos infinitas oportunidades para el disfrute cualquier día, se han convertido en un espacio tan trasnochado como exaltado. Sí, ya sé que ellos también se encuentran esos momentos genuinos que merece la pena conservar y experimentar alguna vez, y que no está nada mal que se puedan vivir unos días de cercanías y sensaciones absolutamente distintas a los de todo el resto del año. Pero precisamente por eso, convendría poder desbrozar lo que a la ciudad le interesa proteger y lo que debería erradicar sin indulgencia. Los sanfermines de 2022 se están programando bajo una triple coordenada. Son los primeros tras dos años de suspensión causada por la pandemia, y algunos se han empeñado en meter en la cabeza de la gente que por esa razón hay “más ganas que nunca”, como si para el pueblo sólo existiera tal aliciente vital. Son también los primeros después de la sentencia del Supremo sobre el caso de la Manada, que más allá de mostrar la indigencia judicial que padece este país ha contado al orbe que hasta aquí vinieron unos cerdos que perpetraron una agresión sexual grupal contra una mujer en un portal del centro de la ciudad, porque pensaron que era un territorio sin ley. Y, en tercer lugar, son los últimos de la actual alcaldía, a quien corresponden las decisiones sobre programación, contrataciones y autorizaciones de uso de los espacios públicos. Si alguien pensó que estas tres circunstancias deberían haber propiciado una cierta reflexión estratégica sobre cómo reorientar los sanfermines, se ha equivocado. Volvemos a constatar que de lo que se trata es, simplemente, de situar nichos de actividad en un mapa. En lo de las barras de la Plaza del Castillo se resume toda la incuria. Lo que importa es beber, y hasta tal punto es así que el ayuntamiento otorga a tal finalidad el centro mismo de la ciudad, y lo hace en contra de unos criterios básicos de mínima salubridad -acometidas de agua y evacuación de residuos-. Para terminar de arreglarlo, una concejala nos cuenta que el tipo de música que se va a dispensar no va a ser bullanga moderna, sino bullanga paleta, menos mal. Todo compone una representación del tipo de entendederas y valores cívicos de quienes no se han limitado a proponer una idea, sino a imponerla y ejecutarla a costa de lo que sea. Unimos ese nepotismo al que también se ha usado para eliminar otros usos tradicionales de los espacios -Antoniutti, Casco Viejo, San Nicolás-, y tenemos el paradigma de cómo gestionar con soberana estupidez, la que crea problemas donde no los había. Es imposible entender qué está pasando.
La incapacidad para promover una nueva orientación de los sanfermines no ha podido ser nunca tan palmaria. En la corporación municipal ya se ha instalado el síndrome del último año. Cuando se pongan el traje para procesionar todos los engalanados pensarán si no será esa la última vez, y quienes más lo rumiarán serán el alcalde y sus delegados. De ahí nace la pulsión por ofrecer al populacho unas fiestas exhuberantes. Al final, todo se inflaciona, todo se sobredimensiona irracionalmente. Y como no hay más ideas en la cabeza, lo que se promueve es lo que habría que jibarizar, eso de procurar que los hosteleros trasieguen la mayor cantidad de hectolitros de alcohol como principal dimensión festiva. Así es como se contextualiza lo del abrevadero de la Plaza del Castillo. Es la insalubre y ruda representación de un modo de entender este tiempo tan característico de la ciudad, que es lo mismo que decir que da una idea del tipo de ciudad que aprecian los munícipes al mando. También, la constatación de hasta qué punto las decisiones se toman en comandita, sin sustento social bastante, y animadas por la mayor de las cerrilidades. Deberían hacernos caso a los heterodoxos y a los objetores de los sanfermines: absténgase el ayuntamiento de hacer nada nuevo, déjelos al albur de lo que la gente quiera disponer con el mínimo orden necesario, y erradíquese tanta dominación municipal. Así, al menos, dejaremos de contar que somos tan solo un bebedero, y de dar tanta puta vergüenza. l
En lo de las barras de la Plaza del Castillo se resume todo; la incapacidad para reorientar las fiestas no ha podido ser más palmaria