A Abdul Razak todavía le cuesta poner palabras a todo lo que han visto sus ojos. Recuerda el sonido de las bombas cayendo sobre Alepo como si fuese ayer, aunque ya han pasado más de dos años desde que abandonó forzosamente Siria. “He perdido a la mitad de mi familia en la guerra. A mi primo le cayó una bomba en su casa mientras comía con su mujer y sus cinco hijos. Murieron todos”, recuerda afligido.

La guerra en Alepo, ciudad en la que vivía Abdul, se libró con más crueldad que en otros puntos del país. Antes de que se iniciase el conflicto, comenta, era un lugar en el que se vivía “muy bien, con mucha seguridad”, donde cada uno podía hacer su vida sin ningún problema. Sin embargo, era el centro económico de Siria y su ubicación cerca de la frontera con Turquía la convertían en un punto de vital importancia.

“Casi todos los días pasaban aviones o helicópteros que lanzaban bombas. Uno de esos días, caminaba con otros tres amigos por la ciudad cuando un proyectil alcanzó a dos de ellos. El otro amigo y yo nos pegamos horas buscando sus restos”, relata. De vez en cuando coge su teléfono móvil y revisa los mensajes que le llegan: “Todavía tengo algunos familiares en Alepo y muchos amigos. Es muy triste pero vivo esperando mensajes que me avisen de que alguien a muerto”. Abdul incide en que nada de lo ocurrido en Siria es culpa de la gente: “Las personas no hemos hecho nada, pero al final somos quienes sufrimos y pagamos el precio de la guerra”.

A principios de 2017, con la ciudad prácticamente destruida, decidió abandonar su hogar. Durante varios días realizó a pie el éxodo hacia Turquía: “Fue un viaje muy duro. Un gran sufrimiento desde el primer día hasta el último”. Después, cruzó el Egeo en una barca hasta llegar a la isla griega de Lesbos, un trayecto peligroso en el que muchos de sus compatriotas han perdido la vida. Pero hasta en los momentos más oscuros y en medio de la devastación total hay lugar para la esperanza y, en este caso, también para el amor: “Al llegar a Lesbos conocía a una chica que también había huido de Alepo. Me vino muy bien como apoyo, porque yo estaba solo. Al principio nos hicimos buenos amigos y ahora es mi mujer y la madre de nuestro hijo de cinco meses”.

llegada a pamplona En Lesbos, y después en Atenas, Abdul colaboró como traductor para la ONU gracias a sus conocimientos de inglés, árabe, turco y urdu (dialecto indio). Tras cuatro meses allí, le destinaron a España: “Yo quería ir a Londres, porque hablo muy bien inglés, entonces la adaptación iba a ser mucho más rápida. Sin embargo, no nos dejan elegir y tuve que viajar a España”. Cuando llegó a Madrid no sabía absolutamente nada de castellano. Allí le informaron de que su destino sería Pamplona, una ciudad de la que nunca había oído hablar.

“Yo llegué aquí y a la que es ahora mi mujer, que entonces era mi amiga, la mandaron a Vitoria. Seguimos en contacto y después de un año empezamos una relación y se vino aquí a vivir conmigo”, comenta.

Ahora, a sus 37 años, está intentando por todos los medios traer a sus padres de Turquía a Pamplona: “Mis padres son mayores y están enfermos, no podían hacer el viaje hasta aquí y se quedaron en Turquía. He pedido el permiso al Gobierno de España, pero llevan más de dos años sin contestarme”.

Mientras tanto, trabaja como traductor autónomo para CEAR y sobrevive con la renta garantizada. En total recibe 600 euros por él y por su hijo, 500 de los cuales van para pagar el alquiler de la casa en la que viven y sobreviven a duras penas con cien euros al mes. “Es muy poco, pero hacemos lo que podemos”, relata. Y es que encontrar trabajo no es tarea fácil para un refugiado: “Yo en Siria era profesional de logística, trabajé en Dubái muchos años y por eso sé cinco idiomas. También conduje durante muchos años un camión, pero aquí no me homologan nada de eso”.

Por lo demás, él y su familia están encantados de vivir en Pamplona, una ciudad “muy tranquila y con mucha seguridad”. “En todo el tiempo que llevo aquí nunca he sufrido ningún caso de racismo, como si pasa en otras ciudades de Europa”, apunta. En este sentido, Abdul matiza que lo que si que detecta es que hay personas que tienen miedo a las personas refugiadas: “Yo doy charlas de sensibilización, porque veo que mucha gente nos tiene miedo. Intento acercarles nuestra cultura para que vean que somos personas normales, que no nos comemos a nadie”.