La Conferencia Episcopal Española acaba de publicar unas Orientaciones doctrinales sobre la oración cristiana, según reza el subtítulo. Mal empieza, pues rara vez la doctrina inspira la oración, y nunca la oración se atiene a la doctrina.

Pero en el Documento predomina la doctrina. Los obispos enseñan cuál es la verdadera oración cristiana e insisten en que ésta es la única oración verdadera. Parten de que “la unión con Dios se realiza objetivamente en el organismo sacramental de la Iglesia”. Únicamente. ¿Qué diría Jesús, el orante contemplativo, que no conoció ni enseñó organismo sacramental eclesial alguno? Los obispos se proponen ayudar a “ofrecer caminos de espiritualidad con una identidad cristiana bien definida”, que solo ellos conocen y poseen en exclusiva. He ahí su clave teológica fundamental. Una clave poco espiritual, pues el Espíritu abre siempre más allá de todas las formas, y todas las instituciones y religiones no son más que eso: formas culturales de la experiencia del Misterio apenas vislumbrado entre velos.

Los obispos alertan sobre todo contra los graves errores que acechan a los cristianos que practican el mindfulness (ejercicio de plena atención) o la meditación zen. Por ejemplo: establecer paralelismos “entre el camino del zen y Jesús como camino”, o entre el “vaciamiento” de Jesús y el “desapego” budista, o eliminar “la diferencia entre lo divino y lo creado”, o confundir la “sensación de quietud” con las “consolaciones del Espíritu Santo”. En quienes practican el zen no ven más que peligros y confusiones, pero no advierten peligro ni confusión alguna en quienes creen mantener la “identidad cristiana bien definida”. Miden, definen, diseccionan la experiencia espiritual sin reparar en la compleja ambigüedad del espíritu humano, tan impenetrable en su fondo como el Espíritu divino que sopla donde quiere. Doble falta de lucidez y de respeto.

Contra todo “relativismo” y pluralismo religioso, el documento insiste en que el hombre histórico Jesús es el “salvador único y universal”, la única revelación plena de Dios en el cosmos, el “único camino que nos conduce” a Dios. Se equivocan, pues, quienes “relativizan los aspectos concretos condicionados histórica y culturalmente de la persona de Jesús”. ¿Pero no fue acaso relativa, pongamos por caso, su lengua aramea? Y su imagen de Dios ¿no fue tan cultural y relativa como su lengua aramea?

“¿La oración es un encuentro con uno mismo o con Dios?”, preguntan los obispos, como si cupiera tal disyuntiva. ¿Es que alguien puede conocer a Dios o el Fondo del Ser sin conocerse, o conocerse a fondo sin reconocer en él el “Yo Soy” de la Zarza Ardiente? No han leído o entendido aquello de San Agustín: “Si me conociera, Te conocería”, o aquello de San Juan de la Cruz: “La unión del alma es divina” y “La sustancia del alma es Dios por naturaleza”. O lo del poeta estoico Creanto que cita San Pablo: “En Él nos movemos, vivimos y somos”. Y El/Ella/Ello en nosotros, en todo.

Preguntan también si Dios es un “tú” personal o un “ser impersonal”, si “tiene un rostro concreto o estamos ante un ser indeterminado”, como si la experiencia espiritual, sea religiosa o laica, no nos llevara a transcender radicalmente esas categorías - uno/dos, personal/impersonal, yo/tú- de nuestra mente, que da para lo que da.

Que relean, si no, aquella hermosa oración del obispo y teólogo místico San Gregorio Nacianceno, del siglo IV: “¡Oh Tú, el más allá de todo! / No hay palabra que te exprese ni espíritu que te comprenda. / Todos los seres te celebran. / El deseo universal, el gemido de todos, suspira por ti. / Todo cuanto existe te ora, / y hasta ti eleva un himno de silencio / todo ser capaz de leer tu universo. Eres todos y no eres nadie. / Ni eres un ser solo ni el conjunto de todos ellos. / ¿Cómo puedo llamarte, si tienes todos los nombres? / ¡Oh Tú, el único a quien no se puede nombrar!”. El sí sabía lo que decía: lo Indecible, el Uno sin dos, el Fuego y el Ser de todos los seres. Como lo supo Jesús en tantas noches de silencio y soledad, de Paz subversiva, y por eso nos dijo: “Cuando oréis, no os perdáis en palabras”.

Dejémonos de tanta palabra. Sumerjámonos, desnudos, en el Silencio, la Realidad o la Presencia. En Dios o el Infinito, a donde la sed profunda nos guía, más allá de esquemas, imágenes y rezos. Más allá de nuestras ideas, creencias y doctrinas.