l coronavirus hoy en plena efervescencia ha obligado a tomar una serie de medidas inusitadas en pueblos y ciudades del mundo y Pamplona no ha quedado al margen. La imagen de calles vacías, establecimientos cerrados, encierro de la población en sus casas, vigilancia policial para que el personal cumpla las órdenes son algunos de los apuntes de esta cruda e inédita realidad. Aunque han pasado muchas generaciones, los tiempos son diferentes y las amenazas y males en la sanidad pública son, lógicamente, otros muy diferentes, esta circunstancia que estamos viviendo y soportando ahora recuerda unos hechos que, según relata la historia local y la tradición, ocurrieron en la capital navarra hace ya 421 años; unos hechos que dejaron huella incluso en usos y costumbres de la ciudadanía pamplonesa. Entonces como ahora se tomaron todo tipo de medidas y de las no terrenales nos ha quedado el voto de las Cinco Llagas. Eran tiempos de virreinatos, Navarra ya no era reino independiente, y la Iglesia tenía un poder omnímodo.

Y es que Pamplona sufrió una epidemia, otra más en su larga historia, en 1599, cuando las pestes eran algo común. Jesús Ramos Martínez escribió una crónica de esta "mortal pestilencia" y otros investigadores, como el pediatra pamplonés José Joaquín Arazuri, también indagó al respecto. Relata Arazuri en "La peste en Pamplona en tiempos de Felipe II" que el número de enfermos atacados del mal durante la epidemia de 1599 ascendió a 344, de los que murieron 276, una mortalidad del 80% que se cebó en la población más humilde y en zonas arrabaleras como la Magdalena o la Rochapea, donde se ubicaron improvisados hospitales para salvaguardar el núcleo de la ciudad, en el interior de la muralla.

La mayoría de los investigadores de esta historia beben de la misma fuente, la recopilación que hizo Martín de Senosiáin quién en esas fechas era secretario de lo que se correspondía con el Ayuntamiento de Pamplona y tenía 32 años de edad. Su obra "El Libro de la Peste" relata los pormenores de esta epidemia y cómo la capital navarra hizo frente con medios terrenales y espirituales. Era diciembre de 1596 y el inicio de otra peste previa se relacionó con la llegada al puerto de Santander del navío Rodamundo, procedente de Flandes.

En los meses siguientes comenzará su extensión por territorio peninsular alcanzando lugares de la Costa Vasca, Castilla, Asturias, Galicia, Portugal y otros lugares. "En enero de 1597 -relata Jesús Ramos Martínez- se acuerda enviar a gente de confianza -el doctor Lesaca y el secretario Senosiáin- a tomar nota del curso de la enfermedad en la Costa Cantábrica. Comprobaron que había peste y a su vuelta les confinan en la ermita de San Jorge durante veintitantos días donde vivieron a papo de rey, pero esta es otra historia.

Según José Joaquín Arazuri, en época de pestes, "se recomendaban como medios profilácticos: no casarse en épocas de epidemia; no hablar de política (seguramente para mantener el equilibrio psíquico, dice); no comer volátiles ni carnes grasas, sino secas, prescindiendo de los excitantes; dormir solo hasta el alba; prescindir del aceite de oliva, y usar y abusar de plantas aromáticas".

El relato es extenso y prolijo en fechas y nombres. Lo que nos ocupa es que había habido brotes de peste en numerosas ciudades en años anteriores pero, tras unos meses de paz y tranquilidad, en 1599 llegó a Pamplona la temida peste bubónica que dejaría diezmada la población iruindarra. Esta epidemia dicen los investigadores, atacó a Pamplona por el siguiente camino: Unos marineros de Castro Urdiales vendieron unas telas que fueron a parar a la Universidad de Oñati. En marzo de 1599 una mujer de este lugar llevó el morbo hasta Estella, donde se presentaron los primeros casos de epidemia. Pese a aislar Estella, un joven consiguió llegar a Puente la Reina con un lío de ropa para visitar a su madre y dicen que "desenvolviendo los dichos vestidos se descubrió la enfermedad". Aquella gente no sospechó que fueron las pulgas que portaban las ropas traídas de Estella las que motivaron los primeros casos de peste que se propagó, entre otros puntos, por Sorlada, Urbiola, Obanos y Pamplona.

En Pamplona se introdujo la infección de la siguiente forma, concreta Arazuri, "en agosto, unas vecinas de la Magdalena fueron a Puente la Reina a vender garbanzos y lentejas, y con el producto de su venta, o por trueque, trajeron unas telas que fueron las causantes de la epidemia que se apoderó del barrio (compuesto por ocho casas sitas al otro lado del puente), y a resultas de la cual murieron casi todos sus habitantes. Ya una vez la enfermedad en las afueras de la ciudad de Pamplona, no es de extrañar que para mediados de septiembre se presentasen los primeros casos de peste en el casco urbano de Pamplona".

Para atender a los enfermos, se instaló una enfermería principal en la Casa del Prado, situada en Jus la Rocha. Los enfermos que tenían la suerte de no morir, una vez pasada la gravedad, eran trasladados a otra enfermería sita en el Matadero, que estaba junto al puente de la Rochapea. De esta segunda enfermería, y no habiendo complicaciones que obligasen a volver a la primera, los convalecientes eran trasladados para reponerse a Burlada. Todo un periplo. Explican los historiadores quiénes y dónde se ubicaban los médicos, así como el itinerario de los afectados. Y añaden "todos los vecinos de la casa y personas que convivían con el enfermo eran llevados, junto con todas sus ropas y enseres, a unas casas de la Magdalena que previamente habían sido desalojadas para esta finalidad". La primera en morir fue una mujer labortana que vivía en La Magdalena.

Según El Libro de la Peste, fueron muchísimas las personas que abandonaron sus hogares para huir a otros lugares libres de la epidemia. "Tantos fueron, que solamente se quedaron, corriendo el riesgo de enfermar, los que no pudieron marchar". Entre los que abandonaron la ciudad citan a los miembros del Real Consejo y al Virrey, no así al obispo Zapata que la peste le había pillado en San Sebastián y dicen que volvió. Además, relatan que como había muchas casas vacías, para evitar saqueos organizaron turnos de vigilancia noche y día, y rondas para vigilar a vigilantes también que si no cumplían su servicio eran castigados con cárcel. La ciudad había cerrado sus puertas para que no entrara nadie sospechoso, ni los perros y gatos, y relatan también con detalle como se limpiaron las calles que a la vista de la descripción (excrementos, basuras, pestilencia...) cabe imaginar estaban hechas un asco. Ese era el ambiente.

Añade Arazuri que convencidos los pamploneses de que los remedios humanos no conseguían gran cosa, tentaron la ayuda al Altísimo. Así, ya el 17 de octubre de 1597 se había celebrado una procesión con el patrón San Fermín en un intento de conjurar la anterior epidemia. El Regimiento pamplonés, acompañado de gran numero de vecinos, se dirigió a la iglesia de San Lorenzo para rezar ante San Fermín y buscar la mediación también de San Sebastián y San Roque. Prometieron, entre otras cosas, que no se comería carne en las vísperas de San Fermín y San Sebastián y se construiría una nueva ermita a San Roque. También que habría procesiones, pero solo ha quedado la de San Fermín.

Estas plegarias y promesas dieron poco fruto. Parece que el virrey también lo intento y, según cuenta Jesús Ramos Martínez, incluso envió a un peregrino a Monserrat para que hiciera devociones ante la virgen pero no le dejaron entrar en Aragón por la peste navarra.

Parece que hubo más suerte en el otro intento espiritual. Es el que ha permanecido a lo largo de los tiempos y que este año, si la coronavirus sigue campando a sus anchas, también Pamplona se saltará a la torera. Se trata del Voto de las Cinco Llagas, una función que tiene su origen en esta peste de 1599. Cuenta la tradición que el obispo recibió por mediación del un monje de Calahorra una revelación divina que aseguraba la protección de todos los sanos y la curación de todos los enfermos que colocaran en su pecho un sello con una representación de las Cinco Llagas de Jesucristo. El 12 de noviembre, el obispo celebró una misa en la capilla de San Nicasio, de la iglesia de San Cernin, y el Regimiento municipal en pleno con vecinos y prelados, portando en andas la corona de espinas y papeles con las Cinco Llagas impresas, procesionaron desde el convento del Carmen Calzado hasta San Agustín.

Cuenta la leyenda que a los 15 días de dichas funciones, la enfermedad comenzó a remitir y que el 27 de noviembre no aparecieron nuevos casos de peste por lo que se dio por terminada la epidemia. Según Jesús Ramos Martínez, la realidad fue otra ya que si bien descendieron los casos, aun los hubo, unos 50, hasta mayo del 1600. Apunta también que coincide en el tiempo con el inicio del invierno por lo que "resulta difícil establecer una asociación causal entre la realización del voto y le cese de la peste".

No estamos para cuestionar creencias y lo que si es cierto es que en 1600, el Ayuntamiento de la ciudad acordó introducir en el reverso de las insignias o medallas que llevasen en el futuro alcaldes y concejales la representación de las Cinco Llagas de Jesucristo, esmaltadas en color rojo, a modo de sangre, y por la orla la corona de espinas de color verde. En el anverso de las medallas figuraba el escudo que el rey Carlos III el Noble otorgó a la ciudad tras el Privilegio de la Unión el 8 de septiembre de 1423.

Este es el motivo por el que todos los años, la tarde de Jueves Santo, la ciudad renueva el voto de las Cinco Llagas en San Agustín, acto al que acude la Corporación de gala y exhibiendo las medallas por el lado de las Cinco Llagas, arropada por cofradías de fieles. Función que este año está en el aire después de 420 años.