uchos saludan como hito histórico y como terremoto doctrinal de la Iglesia católica unas declaraciones del papa Francisco en el reciente documental "Francesco". Me gustaría que lo fueran. Me alegraría que los sectores católicos más conservadores que han vuelto a hacer sonar las alarmas tuvieran razones para hacerlo, pero pienso que, desgraciadamente, sus fervores conservadores tienen poco que temer.

He aquí en su integralidad las declaraciones del papa al respecto: "La gente homosexual tiene derecho a estar en una familia. Son hijos de Dios y tienen derecho a una familia. Nadie debería ser expulsado o sentirse miserable por ello. Lo que tenemos que hacer es crear una ley de uniones civiles. Así están cubiertos legalmente. Yo apoyé eso".

Puede decirse que es un paso adelante, pero, según se mire, puede considerarse igualmente un pasito para atrás, pues adelante y atrás son conceptos relativos, como el espacio y el tiempo. Si yo avanzo 50 metros en un minuto mientras mi vecino avanza 100, me iré quedando cada vez más rezagado, como si estuviera quieto o caminara para atrás. Muy pronto, mi vecino me perderá de vista. Sinceramente, es lo que pienso que sucede con las declaraciones del papa.

Afirma en primer lugar que los homosexuales tienen derecho a estar en una familia. Es decir: si tienes un hijo o una hija homosexual, no la puedes echar de la familia por serlo. ¿Es que hacía falta decirlo? Me inquieta que un buen papa como Francisco hable así, no sé si por decisión consciente o por lapsus inconsciente. La razón que aduce no me parece menos inquietante: los homosexuales "son hijos de Dios". Si fuera homosexual, me sentiría humillado, pues me suena como si el papa dijera: "Incluso un homosexual" es hijo de Dios. "Incluso un ladrón, un asesino, un violador"€ es hijo de Dios. Ni los teólogos más rigoristas y retrógrados del pasado ni los monseñores ultravonservadores de hoy Müller y Burke y tantos otros bien cerca de nosotros lo han negado nunca.

En segundo lugar, el papa aboga por una ley social que ampare la unión civil de los homosexuales, de modo que queden "cubiertos legalmente" (y uno pueda, por ejemplo, visitar a su compañero/a hospitalizada, o heredar y cobrar una pensión en caso de fallecimiento). Es aquí donde reside la novedad de las declaraciones papales que comento, y es lo que ha llevado a unos a tocar campanas, a otros a sonar alarmas.

Celebro la reivindicación. Pero se da la circunstancia de que casi todos los países de Europa y otros muchos ya cuentan con una ley civil de matrimonio homosexual, aprobada, eso sí, con la frontal oposición de sus episcopados católicos. Y se da la circunstancia de que, una vez aprobada la ley, los obispos abandonan la resistencia: así pasó con casi todos los derechos humanos, pasó con la ley del divorcio y pasará con la eutanasia e incluso con el aborto. La sociedad civil va siglos por delante de la Iglesia. Y son justamente los países de mayoría social religiosa conservadora (musulmana, cristiano-ortodoxa, católica) los que aún carecen de una ley civil de matrimonio sexual.

En conclusión: está bien que el papa y los obispos prediquen a la sociedad civil, pero debieran predicar sobre todo y ante todo a su propia Iglesia católica, empezando por sí mismos, por la propia institución eclesiástica profundamente patriarcal, clerical y homófoba desde hace casi 2000 años. De otro modo, Jesús les dirá como dijo a los escribas de su tiempo: "¡Ay de vosotros que imponéis a la gente cargas insoportables, y vosotros no las tocáis ni con un dedo!". El problema con los homosexuales no lo tiene la sociedad civil, sino la institución religiosa, todavía incapaz de llamar "matrimonio" y de bendecir como "sacramento" el amor de dos hombres o de dos mujeres. Lo califica como "unión civil", es decir, como relación inmoral y adúltera, como estado permanente de pecado mortal a no ser que renuncien a toda relación sexual. Y todo eso por ser lo que son, por amarse en cuerpo y alma como Dios o la Vida los hizo.

Así pues, mientras este papa u otro y toda la institución católica no curen sus ojos y deroguen el Derecho Canónico y el modelo clerical de Iglesia, mientras no dejen de considerar a los homosexuales como pecadores o cuando menos como enfermos, mientras no reconozca al amor y a la relación sexual homosexual la misma dignidad y santidad que al amor y a la relación heterosexual, y mientras no lo bendiga como sacramento de Dios o del Amor, la Iglesia seguirá quedándose o caminando para atrás en la historia, hasta dejar enteramente de ser luz, sal y levadura de esta sociedad, hasta desaparecer enteramente de la vista. Ya está desapareciendo. Pero el Espíritu de la Vida sigue alentando el corazón de los seres.

El autor es teólogo